Por retomar la reflexión anterior, sobre la que me quedé meditando un rato, no sé si un periódico sirve para ser más felices, pero sí desde luego para leer cosas bellas y bien escritas.
Esta semana ha fallecido el banquero Emilio Botín, a quien no discutiré su olfato extraordinario con el dinero. El despliegue periodístico ha sido de tal magnitud que uno pensaría que transitó una figura histórica, de las que se estudiará en los libros de texto futuros. Con todo respeto, no creo que Botín merezca esa consideración ni que dé para semejante estrépito. A la noticia le falta alma, ese fulgor que sí tuvo, por ejemplo, la muerte de quien fue su yerno: Seve Ballesteros. Digo yo que el impacto periodístico y, por tanto, el número de columnas adjudicado en un diario deberían derivar no sólo de la posición en el ránking económico sino, sobre todo, de la conmoción humana suscitada. Periodismo es la suma de rigor y empatía. La desaparición de Botín a mí me deja frío. Sigo desconcertado.
Encuentro, en cambio, la belleza en páginas adyacentes y mi perplejidad inicial, mi casi enfado lector trocan en admiración. Por este diario sí pago, me digo.
El periodista Miguel Ángel Bastenier es un poco cascarrabias, ¡pero cómo escribe el tío! Sus columnas en la serie ‘El español de todos’ son una delicia. En la última, ‘De cómo somos la lengua que somos’, esta misma semana, toca un asunto de enorme interés como es la cantidad de palabras que maneja el hablante medio. Y, por ahí, las diferencias abismales entre el hablante anglosajón y el latino: mientras el primero se maneja con menos de 700 palabras, el segundo necesita unas 2.000. Al parecer, la diferencia estriba en que mientras estos nacen aquellos se hacen. Todo esto tiene algunas consecuencias periodísticas que conviene subrayar. Escribe Bastenier: “El ciudadano medio, heredero de Roma, vive mucho más por la palabra que su equivalente nórdico, lo que no se refleja en absoluto en la producción periodística, o sí puede que se refleje, pero para mal, porque el profesional de prensa anglosajón habita en el seno de una sociedad en la que la especialización hace que todos los periódicos estén técnicamente bien hechos, mientras que en nuestro medio la naturalidad, unidad de propósito, claridad implacable de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, brillan frecuentemente por su ausencia. Hemos aprendido a no hacerlo del todo bien, porque siempre hemos leído periódicos que no estaban del todo bien”.
Diarios bien hechos, diarios mal hechos. Diarios bien escritos, diarios mal escritos. Diarios pulcros y rigurosos; diarios zafios, con exceso de grasa. ¿Diarios anglosajones, diarios latinos?
Gustavo Martín Garzo, imprescindible, desentrañaba el sábado ‘El Decamerón’, de Bocaccio. Me diréis: ¿y qué tiene esto que ver con los periódicos, con la lengua, con Botín? A ver. Martín Garzo destaca en El País que el tema central de ‘El Decamerón’ es lo humano; pero no lo humano ideal sino lo humano real, y aún más el deseo, que es lo que mueve todo. “Nada puede agotar el mundo del deseo y el de la belleza. Una albahaca nos dice que el amor es fuerte como la muerte; y el canto del ruiseñor, que no se puede causar daño o perjuicio a las cosas hermosas del mundo”, concluye el escritor a propósito de los cien relatos que componen ‘El Decamerón’, una de las obras cumbre de la literatura universal.
Botín ha muerto, le sustituye como presidente su hija primogénita, la historia del Santander —que es un monstruo poderosísimo— continúa. Un banco. Sólo un banco que especula con nuestro dinero. ¿Qué es un banco si lo comparamos con la potencia de la lengua, que es el sustento de nuestro oficio y de la belleza —o del pasmo, o del horror, o del afán…— contada?
Zanja Bastenier: “La lengua española es uno de los más potentes reflectores para el conocimiento y descripción del mundo. Una lengua de una potencia extraordinaria en la que se expresan los sentimientos más intensos, fecunda de erres y jotas que la dotan de una expresividad que no es común en las restantes lenguas occidentales. No necesitamos, por tanto, ni rebuscar, ni enrevesar, ni perdernos en vericuetos porque, lineal, preciso y contundente, al español o castellano —sinónimos totales— nada de lo humano le es ajeno. Latinoamericanos y peninsulares tenemos por ello la obligación de amueblarnos con su riqueza para usar el término adecuado en cada caso. Mucho más que conocer las reglas que la rigen, lo que cuenta es sentir la intensa familiaridad con una lengua, sumergidos en cuya vastedad escribimos. Poseer un léxico extenso es importante, pero no para emplear aquellos vocablos que hagan esotérica la lectura. La escritura periodística tiene que ser, por ello, esa décima parte del iceberg que sobrenada el agua, porque tiene por debajo otras 9/10 partes que la sustentan. Con dos o tres mil palabras que emerjan de ese conocimiento y esa familiaridad carnal con el idioma, habremos dado un paso de gigante para hacer periódicos bien hechos; aunque que ya pueda ser tarde”.
Lo malo es que en éstas llega Google, clausura “por sospechas” tu cuenta de correo electrónico y quedas más mudo que un anglohablante básico. No hay entonces lengua que valga, no hay diálogo ni belleza posibles cuando al otro lado ‘viven’ máquinas que ni sienten ni padecen. Y que por supuesto no entienden de fulgores. ¡Con esas máquinas quieren algunos escribir los diarios!