Hay días en que simplemente tengo muchas, muchas ganas de escribir y nada, realmente nada que decir. O nada claro. Hoy es un día de esos.
En días como éste a uno le ronda la tentación de tirar de repertorio. Digo bien: repertorio. No es que el repertorio sea amplio ni que me sienta particularmente orgulloso del mismo. Repertorio son los fantasmas, las obsesiones, los mitos… cualquier cosa que has leído o escuchado y que refuerza argumentos ya conocidos. Territorio familiar, senda segura. Me vais a perdonar.
El sábado estuve en Madrid con Joaquín Sabina. No con él, no; tan sólo escuchándole en el Palacio de los Deportes. Comprobando cómo ha envejecido, compartiendo secretamente con él tanto estrago. Sintiéndole más dulce que nunca, frágil y enternecedor, a pesar de todo. Debe de ser un tío complejo Sabina. A mí me gusta que siga en sus trece: él y siempre él primero, nostálgicamente izquierdoso, mujeriego sin remedio, no sé si antes delicado o bruto, ronco y más solo que la luna, y eso que estaba con su ‘familia’ en el escenario y arropado por quince mil almas con bombín.
Sabina me hizo llorar. Eso tiene la buena música, la que te parte el alma. Eres un cabrón, Sabina.
Al día siguiente busqué las crónicas de ’500 noches para una crisis’ en los diarios. Las leí todas. Pensé cómo hubiera escrito yo la mía. Hubiera dado cualquier cosa por escribir una: una que partiera el alma. Y caí en lo de siempre, qué extraña obsesión: no puede ser de otra manera un diario sino imperfecto y conmovedor, como la música de Sabina. Escrito maravillosamente. Perfectamente inútil, y que me perdone mi amigo Grassa Toro. Para poder decirle mirándole a los ojos: diario cabrón.