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Clichés

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(Un grupo del último curso de Periodismo me envía una selección de portadas que se han publicado en las últimas semanas con Donald Trump como protagonista y me pide que escriba un artículo de opinión para su proyecto. Se supone que tengo que valorar el grafismo de esas portadas. Ayer, se hizo pública la sentencia del caso Nóos. Hubo quien manifestó que los Borbones se libran de sus delitos lo mismo en la dictadura que en la democracia. Antes de conocer esto último, escribí lo que sigue).

Una de las peores cosas que puede sucederle a un comunicador —a cualquiera, en realidad— es caer en el cliché. Hay muchos tipos de clichés: verbales, visuales, gestuales, incluso —y sobre todo—de pensamiento. El denominador común de todos ellos es lo manido: algo ya empleado más o menos profusamente antes, y por tanto gastado, previsible, poco sorprendente. Estrecho.

Hace unas décadas era difícil incurrir en clichés. No porque no los hubiera sino porque la capacidad de difundirlos o compartirlos y conocerlos era mínima, y en todo caso aplazada, nunca instantánea. Es decir, era casi imposible que se advirtieran. El plagio, que tiene mucho de cliché, también era mucho más sencillo entonces: una tesis, un hallazgo, unos versos, una imagen… capturados lo suficientemente lejos solían valer como originales. ¡No había forma como cazar al plagiador!

El advenimiento de la era digital y la reciente eclosión de las redes sociales hacen que ser original hoy sea una proeza. De una u otra manera, todos vemos y escuchamos las mismas cosas. Hablamos de lo mismo. En tiempo real. Hasta tal punto que uno ya no sabe discernir si lo que le ronda por la cabeza es de cosecha propia o, como es más probable, proviene de fuera, cualquiera que este ‘fuera’ sea. Este problema es particularmente grave en la esfera creativa. ¿Queda alguna metáfora visual por descubrir?

En todo caso, los clichés verbales y visuales —los que tienen que ver con la comunicación, que es lo que nos compete— son sólo consecuencia de clichés previos y mucho más hondos y arraigados. Sin darnos cuenta, hombres y mujeres discurrimos por el mundo aferrados a unas pautas de pensamiento y compartimiento que nos proporcionan referencias, seguridad. Algunas son heredadas, otras las modelamos. Por eso, uno de los grandes retos que tenemos los seres humanos es confrontar nuestras pautas íntimas con otras ajenas. No caminar por la vida con una venda ni buscar en todo momento la confirmación de lo que pensamos en los círculos de confort conocidos sino tener la anchura suficiente para reconocer que pautas hay muchas, y muchas válidas o tan válidas como las nuestras. Y que de todas ellas podemos aprender y enriquecernos.

Los medios de comunicación ya denominados ‘tradicionales’ (‘legacy media’) viven con estupor un profundo cambio de paradigma. No es que su rol haya cambiado —¿o sí?— sino que la sociedad cuestiona ese rol y les vuelve la espalda. Los periódicos (la radio, la televisión…) no son el único suministrador de noticias, ni siquiera el principal ni el más confiable. A esta nueva situación se añade que internet tampoco está respondiendo a la promesa formulada al principio, cuando se vaticinaba un mundo más abierto. Al contrario, las redes sociales contribuyen hoy a mirar el mundo estrechamente. No a cuestionar ni a cuestionarnos, sino a corroborar lo ya sabido. Y, por tanto, a radicalizar posturas. La supuesta bondad digital se ha diluido como un azucarillo, pero no parece importarnos.

Donald Trump es un personaje que tiende como tantos a la simplificación: para él, las cosas son blancas o negras. Eso, en el mundo actual, que es el mundo de las redes sociales, funciona bien. Pero las redes no son un ente maquiavélico que domina nuestras mentes; es crucial entender que las redes sociales no serían ni red ni social sin nuestro concurso decisivo. El de cada uno. Trump es, pues, uno más de nosotros. ¿O no es verdad que tendemos a verlo todo con nuestro prisma? ¿O no justificamos a los amigos y denostamos a los que nos caen mal? ¿O no recelamos por lo general de lo desconocido y parapetamos nuestras pertenencias, nuestro mundo, nuestras seguridades? La paja, la viga, los ojos…

Nada hay peor que un medio de comunicación previsible. Bueno, quizá sí: uno que se cree en posesión de la autoridad democrática o uno que se considera tan importante como para señalar quién es intachable y quién es despreciable. Al final, diarios y revistas caen en los mismos defectos que señalan a Trump. Y, sobre todo, en el de la simplificación, que lleva a la radicalización y no al debate sosegado. Desgraciadamente, los quioscos —impresos y digitales— están estas semanas llenos de clichés.


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