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La bellorrea y el exprimidor

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Padezco una enfermedad incurable, de ésas raras a las que todavía no han puesto nombre. Sufro hipersensibilidad estética. Yo la llamo bellorrea. Significa que soy incapaz de resistirme a lo bello, por vano o inútil que sea, y que la estética es el patrón que rige mi mundo. Me gusta rodearme de objetos, ambientes e incluso de personas visualmente atractivas, y lo que escapa a mi canon de belleza queda irremediablemente marginado. Soy la tipa que se enamora en la estructura ósea de las personas, la que almacena en su cocina tarritos de especias sólo por lo bien que quedan en la estantería, aunque nunca cocine, la que sufre un cortocircuito si no ordena sus jerseys por gamas cromáticas y siempre recuerda cómo iba vestida tal o cual persona, aunque sea incapaz de repetir su nombre.

En ocasiones, mi llamémoslo trastorno me hace parecer una nazi frívola y despiadada. Como si midiera a las personas exclusivamente por su aspecto y no por lo que son o lo que hacen. Sin embargo, yo amo mi debilidad, porque creo que es la que me ha llevado a dedicarme a lo que me dedico y la que hace que adore mi profesión. Por otra parte, siempre he creído que lo que define a una persona no son sus prestaciones de fábrica, sino aquello en lo que logra convertirse. Y yo me he esforzado mucho por domesticar mi monstruo esteta y disciplinarlo para que nunca sea gratuito, para que cuanto diseño no sea simplemente bonito, como manda mi inclinación natural, sino que todo tenga un porqué, o de lo contrario la humanidad piensa luego que los periodistas visuales somos gente que sólo pone bonitas las cosas.

Pero también he aprendido una cosa y Philippe Starck me dio esta lección: a veces, sólo a veces, los seres humanos tenemos que rodearnos de cosas cuyo único fin es la belleza en sí misma, simplemente porque mirarlas nos hace felices, y no debo sentirme culpable si me compro el vigésimo segundo vestido lencero blanco y con puntillas, aunque alguien piense que parece que me he escapado de una película de Jane Eyre o me obstino en ir en camisón a trabajar.

Los últimos años de carrera, algunos viernes cuidaba de unas niñas para sacar un dinero extra. La familia vivía a un a manzana de mi casa. De cuando en cuando querían salir a cenar con amigos o al cine, entonces me llamaban y me plantaba en su casa rauda y veloz. Las niñas eran criaturas adorables, pero mi presencia era una fiesta para ellas, así que convirtieron en costumbre dormirse a la una y el resto del tiempo yo podía invertirlo en ver la TV o leer hasta que los padres llegaban. Tenía permiso para coger cualquier libro de su biblioteca y comer lo que quisiera.

Me encantaba aquella casa. Los padres eran arquitectos y el piso no era especialmente lujoso, ni especialmente nada, pero a mí me encantaba porque estaba  pensado para ser habitado, era cómodo y funcional, y al mismo tiempo armonioso, moderno y todo en él poseía un delicioso encanto estético. Adoraba la butaca roja de la entrada, el sofá azul turquesa, la estantería de libros que enmarcaba el largo pasillo de la casa y la cocina con office y despensa. Pero, por encima de todas las cosas, adoraba aquella araña metálica, el octopus que decoraba la repisa del hall. No creí que sirviera para nada, tanto daba. Era bonita, bastaba con mirarla. No supe de qué emblemática figura se trataba de hasta que la vi sobre la encimera de la cocina y exclamé “¡Vaya, habéis cambiado a la araña de sitio!”.  Ante lo que las niñas me dijeron que era el exprimidor de Philippe Stark y que había sido un regalo de boda de sus padres.

No pregunté si lo usaban. Lo vi limpio y sin rastro de pulpa durante dos viernes más, hasta que la curiosidad se apoderó de mí y tuve que saber cómo funcionaba aquello. Así que aquel viernes esperé a que las niñas cayeran dormidas y cuando oí sus respiraciones profundas me fui a por un par de naranjas y cogí el hipnótico objeto. Para que los padres no supieran que me había hecho un zumo con el octopus, por si acaso sólo formaba parte del atrezzo decorativo del hogar, me llevé mis propias naranjas y una bolsa de plástico para guardar los restos.

Sujeté al bicho por las patas y restregué media fruta por el cuerpo de metal. El zumo empezó a descender hacia el centro como por prodigio. Salvo por el hecho de que en la cáscara había quedado la mitad de la naranja, tres de las cinco malditas pepitas habían caído dentro del vaso y el zumo no llegaba a la mitad de éste, el exprimidor seguía pareciéndome divino.

Los padres llegaron antes de lo previsto, cuando estaba refrotando la última mitad de naranja en el instrumento. “Buenas noches. Aquí, que tenía sed y me ha apetecido hacerme un zumo…”. La cara de perplejidad de la madre resulta imposible de describir con palabras. No porque estuviera haciéndome un zumo a esas horas. Tampoco era el rostro hostil de alguien que ve cómo usan la escultura que nadie toca para extraer zumo. No. Su cara saltaba del frutero vacío desde ni se sabe qué día a las peladuras sobre el mostrador y llevaba un único mensaje, un interrogante Helvetica Black de cuerpo 500 en letras de neón: “Pero…, ¡de dónde has sacado esas naranjas, si esta mañana no había y hoy no he hecho la compra!”. Ésa era su cara. Por suerte yo todavía no había sacado la bolsa de plástico donde pensaba llevarme la prueba del delito.

Nunca hablamos del tema y yo seguí cuidando a las niñas como si nada, aunque jamás cogí nada de la nevera.  Ojalá hubiera sido natural y hubiera preguntado a los padres o a las niñas acerca del exprimidor abiertamente, sin necesidad de experimentar por mi cuenta y montarme semejante película. Pero era joven, más tímida de lo que soy ahora y no es fácil fraguar un clima de amistad y confianza en doce minutos de conversación entablada siempre a altas horas de la madrugada.

En cuanto pude fui a una librería e investigué el asunto. Descubrí que Philippe Starck los tenía bien puestos. Para él no importa si el exprimidor funciona o no, no es algo primordial en ese diseño, pues está pensado, según explica, para ser regalado a una “pareja joven que se está por casar” y el objetivo principal es generar un objeto “iniciador de conversaciones”. Y vaya si lo logra. Además, Starck, mas que diseñador, se considera un “político”. Lo más importante son los mensajes, la función no interesa —en algunos de sus objetos menos que en otros—, pero en este caso es sólo una excusa como mucho. Y, sin embargo, cómo cae el líquido por gravedad es una genialidad. Sobre todo teniendo en cuenta que no hace falta un gran desarrollo de ingeniería para este producto.

Al margen de la anécdota en casa de la familia, Starck me liberó de la carga de considerarme un ser de inframundo por apreciar las cosas única y exclusivamente por su estética.

Bueno, voy a hacerme un zumo.


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