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Un metro prodigioso

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El metro más antiguo del mundo, el de Londres, acaba de cumplir 150 años. El servicio comenzó el 10 de enero de 1863 para unir tres estaciones: Paddington, Euston y Kingston Cross. Hoy se extiende por 408 kilómetros de vías y dispone de 275 estaciones, según leo aquí y allí. En todas las galerías fotográficas creadas con motivo del aniversario encuentro rostros que transmiten un mismo espíritu de superación compartido. Superado el ecuador del siglo XIX, el mundo progresa rápido y existe una amplia conciencia social de ese progreso, por muy desigual que fuera. Se suceden prodigios. Los prodigios suscitan asombro. Y el asombro, energía, orgullo, identificación. Optimismo.

Innovación es hoy una palabra gastada por el uso. Diría que incluso desprestigiada. Todas las empresas, todos los gobiernos, todos los procedimientos son innovadores… o dicen serlo. La innovación se da por supuesta en la acción humana. Es la gran commodity de nuestro tiempo. Y, sin embargo, ¿qué es innovar?

El metro de Londres ha sido triplemente innovador. En primer lugar, y más importante, revolucionó el transporte público en las grandes ciudades al hallar bajo tierra un sistema de desplazamiento masivo más rápido y seguro. En segundo lugar, y ya por lo que nos toca, creó una marca y un código de identificación y señalización que son como la coca cola del transporte, “y tan esencialmente británicos como el Big Ben, las cabinas telefónicas o los autobuses de dos pisos”, apunta Mark Heavey, director de mercadeo y publicidad de la Autoridad Metropolitana de Transporte, que gestiona el metro de Nueva York y se lamenta de no poder disponer de un distintivo de semejante calibre. El legendario redondel —en inglés, ‘bull’s-eye’— fue creado por Albert Stanley algo más tarde, en 1908, por iniciativa de Frank Pick, el máximo responsable entonces del London Transport. Había que distinguir, destacar los nombres de las estaciones de entre decenas de afiches y publicidad a mansalva. El propio Pick, rarísimo caso de gestor no sólo con sensibilidad gráfica sino consciente de la trascendencia de un sistema de diseño para su negocio, encargó en 1915 a Edward Johnston una tipografía exclusiva. La familia Underground Railway Block es uno de los grandes hitos tipográficos del siglo XX, un verdadero icono, y el punto de partida para el desarrollo de todas las tipografías sans-serif modernas. No es ninguna exageración: Eric Gill, discípulo de Johnston, desarrolló su conocida Gill Sans como una variación de la tipografía del metro. La original Underground Railway Block fue actualizada como New Johnston por Banks y Miles en 1980, y está vigente en la actualidad. Es fascinante comprobar cómo la influencia de Pick ha permeado la comunicación de la organización del metro de Londres durante sus 150 años de existencia, hasta el punto de que el concurso reiterado de los mejores tipógrafos y diseñadores gráficos ha generado a su alrededor lo que, a juicio de muchos críticos, es el centro de educación visual más importante del Reino Unido.

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En tercer lugar, finalmente, el metro de Londres es innovador por haber generado un mapa de líneas legendario, considerado el segundo diseño británico más importante del siglo XX, sólo por detrás del Concorde: absolutamente pionero, reconocible y universalmente copiado. No fue el primer mapa unificado de las líneas de metro. Existía uno ya desde 1908. Pero en 1931 el ingeniero electrónico Henry Charles Beck (1902-1974) transformó la cartografía urbana para siempre. El crecimiento de líneas y estaciones había llegado a tal punto que resultaba imposible situarlas realistamente en un mapa. La revolucionaria propuesta de Beck, que tanto sigue admirando Miguel Urabayen, se basa en un circuito eléctrico. Su enfoque es diagramático: se olvida de localizaciones reales, las distancias entre estaciones son constantes, y utiliza sólo líneas rectas o en ángulos de 45 grados. ¡Ah! Y el Támesis, claro, como referencia. Geográficamente, por tanto, era impreciso. Pero, al mismo tiempo, resultaba muy simple para los usuarios. Beck comprendió que los usuarios del metro no necesitaban saber dónde se encontraban respecto de la superficie, y que sin embargo sí era clave la información relativa a las conexiones entre líneas. “Los usuarios están demasiado preocupados en cómo llegar de A a B como para entretenerse con detalles geográficos”, argumentó. El diseño de Beck, inmensamente popular ya en 1933, cambió para siempre el sistema de mapas de transportes públicos.

Beck, Johnston, Stanley, Pick y el metro de Londres simbolizan un tiempo en el que el asombro es aún posible. Tiempo de conocimiento, y no instrumental. El informe ‘La Sociedad de la Información en España 2012′, que acaba de ver la luz, certifica tristemente que nuestro tiempo es instrumental: la comunicación personal ha pasado a un segundo plano, y en los bares o en las casas la gente se comunica no hablando sino tecleando, aporreando sus móviles. Los españoles se tiran 5,2 horas semanales en Facebook, 3,6 horas en Twitter, 3,4 horas en Google+ y 2,6 horas en Instagram. “Innovar o morir”, proclama Gary Saphiro, presidente de Consumer Electronics Association en la Feria Electrónica CES de Las Vegas. “Ser nativo digital es una actitud, no una condición”, suelta al hilo el colombiano Otto Benavides, director del Centro de Recursos Académicos de la NASA, educador distinguido de Apple, etcétera. Benavides —leo en El País— utiliza seis redes sociales, vive conectado a internet las 24 horas, no da un paso sin su smartphone y está obsesionado con que los estudiantes usen el móvil y las tabletas en la escuela. Añade la lumbrera: “La clave ahora serán las tres dimensiones reales, sin necesidad de gafas. Y lo siguiente, la holografía!”

Me quedo estupefacto. La obsesión por innovar desenfoca nuestra mirada. No importa qué, importa innovar. ¿Serán éstas las innovaciones que nos esperan, serán estos los prodigios que ha de ver nuestro nuestro tiempo? Es como con los diarios… Eso sí, me consuelo al caer en la cuenta de que en este tiempo instrumental y vacuo, inmune aparentemente al asombro, aún es posible asombrarse con tanta bobada. ¡Y cuánto!


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