Suelo decir que todo radica en el factor humano. Que es apenas un cóctel agridulce: vanidad, mediocridad e ingenuidad —en el mejor de los casos— a partes iguales. Al final, casi todo se sustancia en un “aquí estoy yo”, una variante educada del “por mis cojones”.
Irrumpieron los automóviles y al poco se hicieron los amos de las ciudades. Cláxones, humos, velocidades: ¡como para atraverte a poner el pie en la vía! Llegó después la edad del peatón con sus disuasorios pasos de cebra y otros artilugios, mecanismos y disposiciones: no he visto una dictadura igual. Hasta el punto de haber comido la moral de los pobres conductores, hoy proscritos cuando no sospechosos habituales y hasta maleantes por defecto. En fin, una glaciación más tarde hemos desembocado en la edad de la bicicleta. Ésta se ha abierto paso a machete con sus montaraces ‘pedaliers’ al frente. Los ciclistas urbanos —que en su gran mayoría nunca antes habían montado en bici— son los nuevos amos: sólo hay lugar para ellos y no hay lugar para nadie más, ¡y ay si te pillan invadiendo uno de sus sagrados carriles!
Aquí estoy yo.
En este mundo en ruinas que vivimos gana siempre el sobrevenido, la última casta. Basta con señalar un argumento viejuno, es decir, anterior, y descalificarlo. No es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco es verdad que cualquier tiempo presente, por el hecho de serlo, lo sea. La correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig que acaba de publicar Acantilado estremece por contemporánea. En otro tiempo ruinoso, el de entreguerras, ya tocado aquí alguna vez, los dos escritores se escriben —qué bonito escribirse— y se lamentan. Lo hicieron durante once años y lo dejaron en 1938, poco antes de la muerte de Roth en París. Nostalgian el mundo de ayer desde su compromiso radical con el humanismo y la razón. Con algunos valores necesariamente permanentes, porque si no… ¿qué nos queda?
Tengo para mí que los nuevos amos suelen ser incluso peores que los anteriores: los que han dejado de fumar, que los fumadores; los que ahora andan en bici, que los se mantienen al volante; los yihadistas de la igualdad de género, que los galantes a la antigua. Los digitales, que los papeleros. ¡Si ya no nos dejan ni echar un piropo!
Mal que les pese a los dizque nuevos políticos, estos no son diferentes de los anteriores: descalifican grosso modo, sin matices. Meten todo lo anterior en el mismo saco. Vienen ellos, que son el rasero, la vara de medir. ¡Aquí esto yo!
También algunos periodistas que fueron referencia acaban cayendo en el mismo error vanidoso. Pedro J. Ramírez, por ejemplo, que se empeña en presentarse como arponero ingenuo en lugar de cínico. El ex director de El Mundo tiene el atrevimiento de echar basura sobre todo lo que este país ha construido colectivamente durante cuatro décadas, como si él no hubiera tomado parte activa en lo que con tanta saña descalifica. “Es muy difícil, casi imposible, que la nueva política pueda brotar de las madrigueras en las que siguen atrincheradas las comadrejas de la vieja política”, aseguraba el otro día, ya en plena campaña de autopromoción y captación de fondos. Y no se quedaba ahí: “No hay síntoma más elocuente de la gangrena de una sociedad que el nivel de concentración del poder en un voraz Leviatán político, económico y mediático, regido por el principio de auxilios mutuos. El gobierno se ejerce al servicio de unos pocos, la democracia deviene en oligarquía, al público se le narcotiza y al disidente se le ahoga. Este es el monstruo con forma de Estado (autonómico) que ha progresado geométricamente en España, arrinconando cada vez más a la ciudadanía”. Leía esto y sentía vergüenza.
Ramírez llama a su nueva nave El Español y con ella quiere —o eso dice— cambiar España. ¿De qué habla? ¿Dónde ha estado él todo este tiempo? ¿Con qué autoridad descalifica a tantos colegas de profesión, a tantos políticos honestos, a tanta gente que ha trabajado y se ha esforzado? ¿Qué tipo de populismo no le deja ver o no le deja reconocer que aquí han robado muchos, muchísimos, todo lo que han podido, y no sólo la desprestigiada casta? ¿Por qué las comadrejas de la vieja política tienen que retirarse y las comadrejas del viejo periodismo en cambio no? Unos con tonsura, otros con coleta: la vanidad es cegadora.
No dispongo de ninguna varita, pero algo me dice que el verdadero periodismo no tiene que ver con los focos sino con la modestia y un perfil tirando a bajo. Los periodistas no debemos ser protagonistas.
Se anuncia a bombo y platillo que El Español ha zarpado, y que el futuro del país y el de nuestro oficio dependen de su arribo salvífico. En principo, me sale ponerme en guardia. No sé yo si fiarme de esta nave digital mutilada incluso en el astillero: a falta de eñes en internet, El Español sólo podrá ser el espanol, y eso ya me sorprende. ¿Habrá gato encerrado? Quién sabe, quizá después de tanta bravuconada salvapatrias la escuadra del #nohacefaltapapel llegue a puerto en otoño con alguna sorpresa impresa que por el momento no se atrave a anunciar. Lo entiendo, claro, eso sería mezclarse con la casta…