Uno largo para mi hija, para mí, para muchos.
“Lo diré corto, lo diré rápido y lo diré claro: yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que se pueda aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano. Es cierto que buena parte de lo que se publica consiste en textos que son al periodismo lo que los productos dietéticos son a la gastronomía: un simulacro de experiencia culinaria. Pero si me preguntan acerca de la pertinencia de aplicar la escritura creativa al periodismo, mi respuesta es el asombro: ¿no vivimos los periodistas de contar historias? ¿Y hay, entonces, otra forma deseable de contarlas que no sea contarlas bien? Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas. En el cómic y en sor Juana Inés de la Cruz. En Cheever y en Quevedo, en David Lynch y en Wong Karwai, en Koudelka y en Cartier-Bresson. No creo que valga la pena escribirlas, no creo que valga la pena leerlas y no creo que valga la pena publicarlas. Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma de arte. Excepto el inventar, el periodismo puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible, perfecto: la esencia de la esencia de la realidad. Alguien podría preguntarse cuál es el sentido de poner tamaña dedicación en contar historias de muertos reales, de amores reales, de crímenes reales. Las respuestas a favor son infinitas, y casi todas ciertas, pero hay un motivo más simple e igual de poderoso: porque nos gusta. Yo no creo que haya nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad, ni que escribir periodismo sea una prueba piloto para llegar, alguna vez, a escribir ficción. Yo podría morirme —y probablemente lo haga— sin quitar mis pies de las fronteras de este territorio, y nadie logrará convencerme de que habré perdido mi tiempo. Quizás el verdadero trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se lleva, como la sangre y los músculos, pero en lo que ya no se piensa. En algo cuyo funcionamiento, de verdad, ignoro. En algo que hace que a veces, al releer alguna crónica ya vieja, contenga la respiración y me pregunte, con cierto sobresalto: “Pero, ¿dónde estaba yo cuando escribí esto?”
No.
Daría un dedo meñique por haber escrito esto. O los dos. Pero no he sido yo.
Lo escribió y lo leyó la deslumbrante Leila Guerriero en Bogotá en el año 2007, en un seminario de escritura creativa. Luego fue publicado en la revista colombiana ‘El Malpensante’. Lo he leído ahora en su ‘Zona de obras’ (Círculo de Tiza), que acabo de comprar en la Feria del Libro. También he comprado otras cosas.
Guerriero escribe además esta otra piecita titulada ‘Arbitraria’, con la que abre el libro, y que se publicó antes en la revista Sábado, de El Mercurio chileno, en abril de 2011. Se resiste a dar consejos a quien quiere arrancarse con esto de la escritura, pero…
“Dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo: ninguno, nada. Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que, si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten. Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expónganse a chorros de emoción ajena. Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de te o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten. Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad. Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples, pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que se pueda llamar ‘casa’. Tengan paciencia porque todo está ahí: sólo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada. Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca. Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop. Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan. Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan. Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos. Resístanse al deseo de olvidar. Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan. Acepten trabajos que están seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen. Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón. Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y lágrimas”. Vivan en una ciudad enorme. No se lastimen. Tengan algo para decir. Tengan algo para decir. Tengan algo para decir”.
Así es fácil escribir una entrada, ¿verdad?
Hagas lo que hagas, no lo olvides, Cristina.