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Recetas

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Contaba Javier Rodríguez Marcos el domingo en El País (muy recomendable su poemario ‘Vidas secretas’: “Las palabras son material explosivo”, asegura) que en 1981 la RAI —la televisión pública italiana— pidió a Italo Calvino una receta para afrontar el siglo XXI. Antes incluso que la Universidad de Harvard. El autor de la inolvidable ‘Si una noche de invierno un viajero’ se descolgó no con una sino con tres recetas: aprender poemas de memoria, desconfiar de la facilidad y ser conscientes de que décimas de segundo pueden dejarnos sin nada de lo que tenemos. La literatura, en definitiva, como gran propuesta para el tercer milenio. El mejor antídoto contra un uso cada vez más pobre del lenguaje. La inmediatez y los automatismos diluyen los significados y achatan la expresión, dice Rodríguez Marcos que decía Calvino sobre el presente. Parece hoy y han pasado 34 años.

Tengo un amigo periodista metido de lleno desde hace meses en cambiar de arriba abajo la manera de trabajar en una redacción, que por extensión es en la empresa entera. Dificilísimo empeño. Camino de espinas e incomprensiones mutuas. El mundo gerencial contra el mundo periodístico. La gallina de los huevos de oro de tanto consultor de pacotilla… Almorzamos el otro día. La conversación arrancó con alegre salmorejo y derivó hacia una sobremesa sin postre y algo pesimista. Vislumbrando nuestras propuestas, sometiéndolas a debate microscópico, el meollo de la cuestión no era tanto la inevitabilidad de un oficio insustituible, cosa en la que coincidimos sin fisuras, sino su viabilidad económica, presente y futura. Nada original: es lo que está volviendo locos a teóricos y prácticos del periodismo, sin que nadie dé con el elixir. Mi amigo, gran reportero y editor, vino a decir de alguna manera que no hay lugar para los medios impresos y generalistas.

Y yo me opuse. No acepté ninguno de los dos obituarios. Negué el pronóstico. No por romanticismo, le dije, o no sólo por romanticismo; sino convencido de que existe una oportunidad de negocio para ambos. Hay veces en que romanticismo y rentabilidad pueden darse la mano. Estoy convencido de que ésta es una de ellas.

Trataré de explicarme.

A mi juicio —quizá ingenuo, aunque no lo creo—, los medios generalistas son los únicos capaces de articular el diálogo que vertebra sociedades democráticas adultas. Sin diálogo, no compartimos nada y de nada podemos hablar. Sin ellos, sin los medios generalistas, no hay temas de conversación comunes. Y entonces… avanzaríamos hacia una nueva Edad Media: ‘Mad Max’ o ‘Matrix’, su versión contemporánea. No y no. Hay que resistir. Sobran demasiadas revistas snob, ahora que se habla de ‘boom’ de las publicaciones minoritarias, y faltan verdaderos periódicos. Ya sólo por eso, los generalistas son y han de ser imprescindibles.

Pero es que, además, los diarios impresos —el papel— son los únicos capaces de generar la necesidad de tener, ésa que jamás lo digital ofrece. Creo en el objeto: lo que se puede tocar, lo que se puede guardar, coleccionar, regalar. En términos emocionales, lo digital no sirve, o sirve menos. Esa ansiedad por lo único o exclusivo —yo lo tengo, tú no lo tienes— puede proporcionar al impreso jugosos ingresos si los profesionales dan con la tecla. Una tecla a la que jamás llegarán si no ponen sobre la mesa una oferta de contenidos sublime en fondo y forma. Y, en consecuencia, cara. Hoy por hoy, la mayoría de los diarios no acaban de dar con la tecla; al contrario, están empeñados en su empobrecimiento para garantizar una supervivencia de luces cortas que a medio plazo es obituario seguro.

Esta mañana me han dicho en el aeropuerto que ya no venden periódicos. Puedes tomarte un café, comerte un cruasán, comprarte una camiseta de recuerdo, encontrar una pared solidaria…, pero no un diario. ¿Mi propuesta para el nuevo milenio periodístico? Ansiedad y salmorejo. A mi colega le deseo toda la suerte del mundo.


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