Hace 25 años, el 30 de julio de 1991, yo tenía (casi) 25 años y viajaba de paquete en una vespa —mi vespa 200 negra— que conducía Mónica. Íbamos siguiendo de cerca a un mocetón de Villava llamado Miguel Induráin, flamante ganador del Tour de Francia, su primer Tour. Había que apuntarlo todo, hasta la última chichimocha, vocablo con el que en el rico y plural argot de la redacción nos referíamos a las anécdotas que aportaban color a una cobertura. La de aquella victoria de Induráin no era una cobertura cualquiera sino la cobertura; desde arriba nos reclamaban chichimochas por docenas.
La fotografía que acompaña estas líneas la publicó el diario el lunes pasado en una sección semanal que dedica a las nostalgias. Tampoco es una foto cualquiera. Ese día, y eso que era julio y en julio Pamplona está muerta, miles de personas se echaron a la calle para aclamar a su campeón, como se puede apreciar. Pero si nos fijamos un poco más descubrimos en la imagen a un jovencísimo y satisfecho Echávarri, el director del equipo; al propio Induráin de sonrisa franca con una mata portentosa de pelo; y, a su izquierda, en un segundo plano imposiblemente discreto, al también ciclista navarro Javier Luquin, que contempla la algarabía como si fuera ciencia ficción. Justo delante de nuestra vespa circula una señora moto. En ella viajan dos colegas del diario de la competencia en el que al cabo de unos años yo acabaría trabajando: los fotógrafos Javier Bergasa y Patxi Cascante. Me cuesta reconocerlos casi tanto como reconocerme a mí. Y sin embargo yo soy yo. Los mismos ojos, los mismos miedos. La foto aún guarda otra sorpresa: de la puerta del vehículo que protege la retaguardia del descapotable principal asoma Mario Zunzarren, agente de la policía autonómica y escritor. El policía Zunzarren, un gran tipo, publicaría desde esa fecha varios libros y decenas de columnas periodísticas. Falleció trágicamente en un accidente de moto en 2016.
50 es el doble exacto de 25, aunque en 50 caben dos de 25 y hasta tres. Quién me lo iba a decir. Quién se lo iba a decir a Echávarri y a Induráin. Quién a Mónica, que luego se casaría con Oroz. Quién a Javier y a Patxi, con el que hablé brevemente el otro fin de semana en el frontón Labrit y nos dio para ponernos al día. Quién al bueno de Mario Zunzarren, que tanto escribió sobre la prudencia en la carretera.
Con 25 marché a Estados Unidos, con 25 me casé, con 25 cometí un delito de tráfico tontísimo y casi acabo en una cárcel del condado de Pinellas, con 25 juré decir toda la verdad y nada más que la verdad, y también no volver a hacer una de esas en el país de Trump, con 25 no supe sacar jugo al Poynter y a la aventura americana porque sólo quería volver al periódico, ay, tonto, con 25 miraba estrechamente la vida y no sé si he aprendido tanto, con 25 tuvimos un accidente, sin consecuencias, y de vuelta descubrimos un pueblo inaudito llamado Rocky Mount con su librería de viejo, con 25 conocimos a Homero y a su mujer Sonia, y a los 50 me volví a cruzar con Homero en Panamá, con 25 mi sueño era mi periódico, musculoso e influyente, una meca, y ahora los periódicos no saben pobres si saldrán adelante… Con 25 no imaginaba siquiera qué era tener 50.
He leído hoy en El Mundo una interesantísima entrevista a Sherry Turkle, investigadora del MIT, que acaba de publicar un libro donde asegura que la conversación se muere (‘En defensa de la conversación’, Ático de los Libros). Turkle no se anda por las ramas: la tecnología ha hecho que perdamos la capacidad de hablar cara a cara y que no soportemos estar a solas con nosotros mismos. Esto, añade, pone en riesgo asuntos tan fundamentales como la empatía, la educación o la democracia, es decir, aquello que nos distingue de las otras especies, lo que nos hace específicamente humanos. Su conclusión no es otra que una llamada urgente al coraje para recuperar la conversación sin dispositivos. Tosca. A pelo. Cara a cara.
Quién nos iba a decir hace 25 años, cuando la foto, que la conversación correría peligro y que su futuro acabaría siendo tan negro como el los diarios. Y que después de tanto viaje daríamos en llamar ‘Desnuda Lengua’ a un proyecto periodístico en casa que a lo único a lo que aspira, curiosa, modestamente, es a suscitar el diálogo, y con él el respeto y el entendimiento mutuos. Un reto empático. “Comprender al enemigo significa descubrir en qué nos parecemos a él”, escribió Tzvetan Todorov, fallecido el martes, en ‘Memoria del mal, tentación del bien’. Por cierto, hace años que no uso la vespa negra, matrícula NA-L. Nunca me deshice de ella: la tengo a buen recaudo en el garaje. Quién sabe si la pongo a punto, al final me lío la cabeza y, como ese chalado reciente, me doy en ella un garbeo tosco y conversacional. Para reinventarme.