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Mashco piro

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Leo fascinado a Jacqueline Fowks, que desde Lima relata el encuentro de los indios invisibles mashco piro con un agente de protección de la reserva del río Las Piedras, en Madre de Dios, en la selva sur peruana. Los mashco piro son uno de los quince pueblos indígenas que viven en aislamiento voluntario: hablan la lengua yine, se desplazan como nómadas por toda la extensión de la reserva, nunca o casi nunca se dejan ver. Y no están inmunizados, por lo que el menor contacto con comunidades ‘civilizadas’ cercanas podría ser catastrófico.

¿Cómo verán el mundo los mashco piro? ¿Cómo lo mirarán, escucharán, olerán, cantarán? ¿A qué sabrán sus almuerzos y sus amores? Y, sobre todo, ¿qué contarán de él? ¿Acaso tendrán sus cronistas en yine, sus diarios o trasuntos de diarios? ¿Cómo narrarían estos el encuentro con la civilización si se produjera finalmente?

“Aunque ahora nos parezca mentira, hubo un tiempo en el que todo el mundo fue así: grandioso, salvaje, bello. Desolado. El mundo de antes y después del hombre. Desolado siempre ha sido una palabra hermosa que evoca los paisajes más atractivos: espacios ajenos a la domesticación y al control del hombre, lugares donde uno se siente como si contemplara la Tierra por primera vez”. Así, con acento yine, arrancaba hace unas semanas Sebastián Álvaro —el director del programa de TVE ‘Al filo de lo imposible’— su serie ‘Mundos del fin del mundo’ en la revista dominical de El País, posiblemente lo más hermoso que he leído en prensa este verano.

Nombrar el mundo.

Nombrar el mundo cuando no hay palabras. Cuando se acaban las palabras.

Como hicieron los cronistas de la conquista de América: estupefactos, desbordados, abrumados. Asustados. Maravillados.

A nombrar el mundo, que es alumbrarlo o darle forma, hacer pie, o el pino, nos invitó Grassa Toro en La Cala hace dos primaveras; y también ésta. De nombrar o desnombrar el mundo nos nacieron monstruos como el gallitigre de Javier Tomeo, unión bestial del bien y del mal. Monstruos-maravilla para tratar de habitar el mundo, porque en el fondo seguimos sin entender nada.

Juanjo Millás, autor de ‘El desorden de tu nombre’, me deslumbró en la primera entrega de su ‘Intrusos en la Red’, que ha ocupado la contra de El País estos sábados de estío: nombró y engendró —no sé si por este orden— a un tal Carlos Rispais Huete, más que desordenado abandonado personaje de ficción que pasó a ocupar un espacio en internet, con su cuenta de correo electrónico, y perfiles en Facebook y Twitter. Desternillante crónica de un paria digital —otro monstruo— al que su padre-autor no se atreve a abandonar del todo por remordimientos estrictamente analógicos: “Hola, acabo de nacer y sé hablar, pero no sé quién soy”.

Nombrar, nombrar desordenadamente. Tal vez, es el sino de nuestro tiempo. Porque, como dice el también escritor Fernando Aramburu, hubo un tiempo en el que los apellidos “fueron mote o lo parecieron, servían para designar particularidades físicas, oficios, procedencias”. Hoy, sin embargo, “el botín dirige un banco, el zapatero preside un gobierno y el hidalgo limpia ventanas (…). A Casas lo desahucian, Bueno está en la cárcel, Calvo luce melena y Blanco es negro. Y lo mismo que hay mujeres Macho hay varones Marías”. (Babelia, 20 de julio, página 19).

Nombrar el mundo en el fondo es ponerle un título. O intentarlo. Pero poner un título, encontrarlo, no es tarea sencilla. Los periodistas nunca hemos dado a los títulos la importancia capital que tienen. Tampoco a los pies de foto, aunque esto daría para otra entrada. ¿Es antes el texto o el título? Leila Guerriero, reportera argentina, hablaba de esto recientemente con escritores y editores, con respuestas diversas, claro está. A mí me parece que en los diarios debería ser obligatorio escribir el título de la pieza antes que ninguna otra cosa, y que así deberían enseñar en las escuelas de periodismo, mal llamadas de Comunicación: llamar al monstruo por su nombre, y por ahí tirar del hilo.

Con tanto monstruo y tanto desorden, yo sí que he perdido el hilo. ¡Si lo único que quiero decir es que me encantaría aprender a mirar el mundo con ojos desolados! Y a decir buenas noches en lengua yine. O, mucho mejor, buenos días, cuando —como dice Tomeo— todo es posible. Por ahí tirando, sí, lanzaría el primer diario en yine. Y contaría en esa lengua el asombro de vivir cada día y otros prodigios. Lo llamaría…

Adiós verano, hola septiembre.


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