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Periodismo con tortícolis

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Decía Juan Gelman, poeta triste, premio Cervantes, recientemente fallecido…
“A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores”.

Y también: “¿Escribir para qué? Escribo para enterarme de lo que pasa”.

The New York Times acaba de rediseñar su sitio en internet. La puesta de largo ha suscitado la natural expectación que levanta cada paso que da el considerado mejor diario del mundo. En los próximos meses veremos un río de análisis, ajustes y cambios inspirados directamente en la nueva página. De entre las novedades, tan ponderadas por los expertos, a mi juicio destaca la importancia concedida a la participación de los usuarios a través de los distintos canales disponibles. Ahora se puede leer una nota cualquiera y, en paralelo, con la misma jerarquía, abrir una ventana en la que se incluyen los comentarios vertidos al respecto de esa nota. El botón de compartir está presente en todo momento, como una larga sombra que te persigue. Casi te sientes culpable si no le das a compartir…

Qué decir. Es una sensación extraña. Entre la resignación y la melancolía. Lo siento, no puedo evitarlo: ¡qué más me dará a mí lo que piensen los usuarios de The New York Times ni los de ningún otro medio! Me pregunto por qué los diarios están tan obsesionados con estos espacios, con la dichosa participación. Los botones de compartir, me gusta, añadir, etcétera se han convertido en el mantra de este periodismo de ratings que nos devora. ¿No hay nadie que tenga el coraje de eliminarlos? Me acuerdo de lo que decía hace no mucho Tyler Brulé, editor de Monocle, a propósito de su emisora de radio: “Sin comentarios ni llamadas, tan sólo el placer de escuchar”. El placer de escuchar. El placer de leer. Sin ruido. Nada me aporta la nueva web del Times.

A renglón seguido, el defensor del lector de El País, Tomás Delclós, se refería en su última columna al uso de las redes sociales por parte de los periodistas. A qué deben y no deben decir a través de sus cuentas ‘oficiales’, las del medio. A si es conveniente establecer límites. Grandes corporaciones y cabeceras como The Washington Post, la BBC o la agencia Associated Press, citados por Delclós, han desarrollado códigos de conducta a la vista de abusos reiterados. Son en cualquier caso textos genéricos que dejan amplio espacio a la interpretación. Estamos en lo mismo de antes: ¿cómo puede un periodista utilizar su cuenta de Twitter del diario o de su medio para dialogar sin límite con los lectores?, ¿en razón de qué?, ¿con qué autoridad? Los periodistas son quienes son en virtud del medio para el que trabajan, y si no caen en la cuenta de esto es que han perdido la cabeza. Vanidad de vanidades, decía aquel legendario Qohelet en el libro del Eclesiastés.

Modestamente, creo que es urgente cerrar muchos canales de participación en los medios, apagar así el vocerío y devolver serenidad al periodismo. De la misma manera, limitar la sobreexposición vanidosa de los periodistas. Hablar menos y escuchar más. No perder el tiempo en diálogos de besugo. No entrar a ningún trapo. Tomar distancia. No contestar a las primeras de cambio. Devolver el oficio a su maravillosa esencia, que es por definición humilde y reservada, cauta, más bien parca. Claro, todo esto no significar crear medios sordos, ciegos o insensibles. Es justo lo contrario. El placer de escuchar (de leer), tan sólo eso. Y curarnos así esta maldita tortícolis que nos rompe el cuello de tanto mirar lo que hace el vecino.

Escribió Gelman en los últimos versos de ‘Epitafio’:
“Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín”.

Y también esto:
“Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.

Aquí pasa, señores
que me juego la muerte”.

Descanse en paz, Manu Leguineche, de quien tantos teletipos corté trabajando en Diario de Navarra hace más de veinte años.


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