“Cuando me dicen que no entienden mi proyecto estoy contentísimo. Si algo se entiende es que no es muy nuevo”, decía Ferran Adriá el otro domingo en El País Semanal. Jesús Rodríguez retrataba a un hombre obsesionado con la innovación. Como es sabido, Adriá pensó que corría el riesgo de repetirse y en 2011 cerró el primer restaurante del mundo. Lo cerró en la cresta de la ola, arriba del todo. Porque no era feliz y para no ser previsible. “Ferran, hemos creado un monstruo y va a devorarnos”, cuenta el cocinero que le dijo su hermano Albert dos años antes.
Leo con muchísima atención todo lo que dice y hace este formidable cocinero. Le sigo. Tuve la suerte de cenar en elBulli el año de su cierre. Una experiencia extraordinaria. No soy quién para juzgar una decisión de ese calibre, la de cerrar el restaurante. Hace falta coraje para tomarla. ¡Vaya si hace falta coraje! No sé si yo lo tendría, no creo. Siento, sin embargo, que todo lo que ahora desarrolla Adrià es puro marketing. Y recelo. Los dibujos de Adrià en el Drawing Center de Nueva York no me dicen nada. Las complicadas infografías (desarrolladas por Bestiario) que pretenden exponer sus teorías gastronómicas, tampoco. Me parece pretencioso. Incluso el subrayado afán de compartir, enseñar, perdurar. Yo le quiero a Adrià en la cocina, que es donde nos hacía felices.
Adrià decía también en ese estupendo reportaje que elBulli era “una máquina de decepcionar” por atender sólo seis mil de las más de dos millones de peticiones que recibían cada temporada. Tampoco estoy de acuerdo. La máquina de decepcionar se ha puesto en marcha cuando nos ha abandonado. No me interesan sus documentalistas, logistas o expertos en nuevas tecnologías y en exposiciones, que de esos hay cientos, miles, sino sus antiguos cocineros, sus camareros, sus sumilleres, que eran únicos. No me interesa la Bullipedia, ni elBulli Foundation, ni elBulli1846, ni su no-museo. Telefónica, MIT, IESE… Demasiado aderezo artificioso. Too much! Yo pagaría porque elBulli tan sólo abriera sus puertas como era y volver a cenar allí. Con Íñigo y Guillermo, con el bueno de Jose Larraza. Con los amigos cordobeses. Y hablar de Iñaki Ochoa de Olza, de Horia Colibasanu, de Iniesta. Reír, disfrutar la naturalidad de los camareros. Hablar de hamburguesas con un desconocido en el baño. Cogernos una de espanto y pagar la vomitona más cara de la historia.
Innovación es una palabra que me pone los pelos como escarpias. Innovar no es darle la vuelta al calcetín sino hacer bien lo de siempre, que es lo difícil. Estar donde hay que estar, en palabras del padre de Álvaro. Puyol piensa que ya no puede estar donde está: renuncia a 14 millones de euros, convoca una rueda de prensa de minuto y medio, y se pira. Eso es estar donde hay que estar, eso es innovar. Los diarios tendrían que hacer como Puyol. Por hacer como Adriá —pienso modestamente— están donde están.
Daba vueltas a todo esto al salir de la exposición de Juan Berrio en el Museo ABC de Madrid. Si fuera director de un diario, le pagaría desde mañana por su ‘Cuaderno de frases encontradas’. ¡Qué columna sería! Una deconstrucción de la vida. Sin tecnología punta ni artificio. Sin pajas mentales. Fácil de entender. ¿Nueva novísima? Una lección de periodismo.