Ésta que veis aquí arriba no es la salita de estar de mi abuela ni tampoco el comedor de Rita, la vecina del primero. Podrían serlo, pero no. Cortinas de blanco moteado a medio recoger, estores venecianos de imitación, clásico escay en sillas y butacas, inevitable paisaje al óleo, lámpara acristalada colgante, una luz ténue y macilenta… Sobre todo, la luz: tan almodovariano es todo que casi imagino a Carmen Maura irrumpiendo por un costado a todo gritar. Hoy he estado media tarde trabajando allí. En esta misma mesa que podía ocupar cualquier piso de estudiantes. La mar de a gusto.
Este cuartico era el despacho del anterior director del periódico. Ahora es sala de reuniones. Aquí, en el sur de Suecia: donde en la terminal del aeropuerto también se arraciman mesas de hule, los techos tienen la altura de los de mi casa y se sale del aparcamiento apenas por una vereda. O quizá por eso. Pensaba hoy que según sea el aeropuerto de una ciudad, así son sus diarios (aunque esto no es siempre verdad). En Suecia se puede contar lo que le pasa a la gente porque la gente está cerca. Ni los diarios ni los aeropuertos intimidan.
Si se compara con las espaciales redacciones multimedia que impulsan esos gurús de pacotilla, ésta de Barometern en el centro de Kalmar es un juguete. En poco meses tirarán el edificio por dentro, me cuentan. Como el triángulo que llama a tapa en La Nación o la pareja griega que nos cebaba con asados y otros manjares en Atenas, por recordar dos mudanzas legendarias, lo importante es aquí que se salven las cortinas.