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Entrambasaguas

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Existen unas lenguas de tierra más o menos alargadas, más o menos oblicuas, entre dos ríos que se llaman entrambasaguas. Entrambasaguas es una de esas palabras únicas del acervo popular español. La descubrí hace muchos años en las páginas de ‘El río del olvido’, el inolvidable librito de viajes de Julio Llamazares que nos juntó Curueño arriba a Javier Marrodán, a Diego Paños y a mí mismo un verano de carrera. Luego, me la he vuelto a encontrar con relativa frecuencia, para denominar parajes o incluso poblaciones.

Entrambasaguas —creía yo— es el lugar último, el más remoto: un paso más y los dos ríos confluyen. Uno de ellos o afluente vierte sus aguas en otro más principal, aunque no necesariamente más ancho o generoso, por lo que no es tan fácil adivinar cuál es cuál. Tampoco suele quedar claro el punto exacto de confluencia, que depende del ímpetu de los caudales y por tanto es cambiante. En fin, las confluencias fluviales me han generado siempre un enorme desasosiego.

He visitado numerosas y en todas es lo mismo: el corazón se acelera, entre la fascinación y el pavor. Pensando, pensando, caigo en la cuenta de que el desasosiego no es únicamente fluvial: que también me falta el aire cuando me aproximo a una caída de agua y ya se escucha su fragor, o en la bocana de un puerto, a punto de salir al mar abierto; o justo antes de asomar el fanal del faro, sobre todo el de Conil, regresando a Roche ya de oscurecida; o en una desembocadura, o en cualquier bifurcación —vial o ferroviaria—, o cuando camino el último, cerrando el grupo, y no hay nadie detrás salvo la montaña.

Según la Academia, confín es el último término a que alcanza la vista. O sea, que entrambasaguas no es un confín propiamente dicho, no es el lugar último, sino el penúltimo: uno ve el confín desde esa lengua de tierra más o menos alargada, más o menos oblicua (¡Oh, decepción! Resulta que entrambasaguas no figura en el diccionario).

Compré recién en la Feria del Libro una joyita titulada ‘Atlas de islas remotas’, de la escritora y diseñadora alemana Judith Schalansky, cuya traducción al español han editado Capitán Swing y Nórdica. Fue ver la cubierta y sofocarme, acelerárseme el corazón. Querer acudir y querer huir simultáneamente. La autora jamás pisó ninguna de las 50 islas que constituyen esta colección fabulosa: lugares remotos, solitarios e inaccesibles en muchos casos, casi nunca paradisíacos y sí, más bien, infernales o desolados. Sin embargo, Schalansky ha hecho acopio de acontecimientos históricos e informes científicos de cada una de las islas (detalla, por ejemplo, la distancia que la separa de tierra firme, si está o no habitada, etcétera) y propone un impagable cuaderno de aventuras que demuestra que el verdadero viaje siempre es hacia adentro. Porque cuando llegas al confín… nunca acabas de llegar. ‘Atlas de islas remotas’ es silencioso o fragoroso, según, y sus mapas deslumbrantes.

Si pudiera elegir, viajaría no a los confines de la Tierra sino a todos los lugares penúltimos desde los cuales puede uno avizorar el final, o intuirlo, para contarlo. ¡Entrambasaguas! Un término muy periodístico, por cierto. Al fin y al cabo, ¿qué es un diario sino el último territorio conocido desde el cual ser testigo de esta cosa tan turbulenta y desasosegante que es la vida?


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