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Erschallet, ihr Lieder

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Pascual Aldave era de Lesaka y pertenecía a la estirpe de FPO: maestros reñidos con el mundo. Tipos solitarios, prontos al cabreo —si no cabreados ya— y aparentemente soberbios que, sin ellos saberlo, o sabiéndolo, sólo piden cariño. Y un poco más de justo reconocimiento a su fascinante brillantez. Ni uno ni otro obtuvieron el Premio Príncipe de Viana de la Cultura que largamente les correspondía. ¡Cómo los entiendo!

Pascual Aldave era compositor, aunque para mí será siempre el director del conservatorio Pablo Sarasate de Pamplona: un maravilloso, arrebatado y genial ogro que me echó de clase varias veces y que me enseñó a vocalizar y a usar el diafragma. Ahora pienso que aprendí a autocontrolarme en aquellos exámenes de canto a primera vista, o en los terroríficos dictados musicales. Éramos chavales, pero se nos exigía como a profesionales.

Pascual Aldave murió el miércoles a los 88 años en San Sebastián. A la misma hora, poco más o menos, el Orfeón Pamplonés y el Coro y la Orquesta del Conservatorio Superior, plagados de discípulos suyos (Virginia Martínez Peñuela, Iñaki Fresán, Carmen Arbizu…), interpretaban el ‘Réquiem alemán’ de Brahms. Cuando yo era alumno del conjunto coral obligatorio que dirigía Aldave no cantábamos a Brahms sino a Bach, que yo recuerde. Todavía hoy, en algunos de esos fugaces momentos de plenitud que dan sentido a la vida, me encuentro tarareando la emocionante cantata “Erschallet, ihr Lieder, erklinget, ihr Saiten!”, cuidando la dicción como si Aldave estuviera delante y hasta llevándome la mano al diafragma como él nos indicaba. Bach compuso esa cantata 172 para el domingo de Pentescostés. Se estrenó el 20 de mayo de 1714, hace exactamente 300 años menos uno. No sé qué inolvidable crítica hubiera escrito FPO sobre el recital del miércoles del Orfeón; sí estoy seguro de que a nosotros nos pegó un palo en 1979 o 1980, si es que por alguna remora casualidad llegó a decir algo de aquellos conciertos con alumnos: por mucho que a la batuta estuviera su amigo Aldave, que tuviéramos a Fresán como bajo y que yo—lo prometo— apuntaba maneras como mezzo, nuestra solista de entonces era María Bayo, y ya se sabe que la de Fitero nunca fue santa de la devoción de FPO. Ni de estudiante, supongo…

Leo en el periódico —siempre el periódico— a Aurelio Sagaseta, director de la Capilla de Música de la Catedral de Pamplona. Dice Sagaseta que, tras su etapa al frente del conservatorio (1973-1983), a Pascual Rodríguez Aldave le hicieron el vacío. Autoridades y gestores. Y que sólo con los años, como suele pasar, se ha sido consciente de aquella edad de oro del conservatorio. También leo que Pascual era hermano menor de Alfonso, diplomático y filósofo, discípulo de Ortega y Gasset, casado con María Zambrano, amigo de Huidobro y Oteiza, y miembro del exilio español en Chile. Cuando Alfonso Rodríguez Aldave murió en 2008 se dijo de él que era un hombre callado y que, aunque estaba dotado para haber dejado una importantísima obra de pensamiento, él siempre prefirió el silencio, un paseo por San Sebastián, la lectura de un poema, una tertulia con don Julio Caro Baroja en la Parte Vieja donostiarra.

La maldición de una estirpe. Una cierta ingratitud colectiva. Esa desagradable sensación de lejanía, o de llegar tarde, siempre tarde. Un clamor que surge de muy dentro, como un géiser que pugna, pugna, pugna, pero que nunca llega a ver la luz. Una dificultad manifiesta para la empatía.

Vuelvo a no saber por qué escribo de todo esto. A lo mejor es sólo para escuchar agradecido la cantata 172 y caer en la cuenta de que han pasado 30 años y de que ya no están ni el ogro Fernando ni el ogro Pascual. Que a estas alturas deben de andar discutiéndole por un quítame allá esa corchea al mismísimo Johann Sebastian, naturalmente. Pobre Bach.


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