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Viva Honduras

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Álex Grijelmo reflexiona en Babelia sobre la cálida acogida que de un tiempo a esta parte tienen los libros de divulgación lingüística. Tal vez porque ya no se trata de lingüística de tomo y lomo sino de exploraciones bienhumoradas que resultan cercanas al lector, es decir, al usuario. Al hablador. Grijelmo, autor del Libro de Estilo de El País y hasta hace bien poco presidente de la agencia Efe, lleva media vida a vueltas con el idioma, dándole lustre y aún más cariño. Me encantó su ‘Palabras moribundas’, que escribió en 2011 junto a Pilar García Mouton. Como me encanta ese delicioso librito con pinta de facsímil editado en diciembre de 2012 por la Fundación del Español Urgente del BBVA y titulado ‘Compendio ilustrado y azaroso de todo lo que siempre quiso saber sobre la Lengua Castellana’. Imprescindible.

Platicaba con Miguel Ángel Jimeno la semana pasada precisamente sobre la importancia decisiva de manejar el idioma en el oficio periodístico. Un manejo que comienza por saber colocar en su sitio comas y acentos, claro, lo que no abunda, todo sea dicho, pero que debe aspirar a mucho más que eso: el periodista está llamado a escribir como los ángeles, que es una expresión que uso con frecuencia porque me gusta y porque creo que recoge mejor que ninguna otra el sentido de la aspiración. ¿Están preocupadas las facultades de Periodismo por enseñar a sus estudiantes a escribir como los ángeles? No lo veo. No lo creo. Por algo las facultades de Periodismo se llaman hoy de Comunicación, que no es lo mismo, ni mucho menos.

Patxi Zudaire es de los que nunca se equivoca a la hora de colocar una coma o un acento. Y, además, escribe como los ángeles. Para mí, es el Juanjo Millás del periodismo navarro: ¡cómo les gusta a ambos inventar disparates y con qué precisión los describen! Ahora que se ha jubilado de la prensa, el viernes presentó por fin su primera novela, ‘Ayer mismo’, autobiográfica sin serlo, y que tiene una portada verdaderamente surrealista, digna de él. Al principio pensé que alguien le había colado un gol en el descuento, como a su querido Osasuna. Más que la cubierta de una novela-peripecia, con tremenda dosis de humor y puterío, esa puesta de sol sobre el mar me recordó a ciertos manuales de autoayuda barata. Pero luego caí en la cuenta de que, viniendo de Patxi, la cosa tenía miga seguro. No me atreví a plantearlo en el turno de preguntas por respeto al editor, presente, y porque rondaban detrás antiguos compañeros menos vergonzosos que yo. ¿Qué tiene de malvado un atardecer perfecto? ¿Dónde está la retranca? Espero que Patxi confiese porque es de los que no da puntada sin hilo, y menos con la pluma.

Conviví con Patxi casi dos años en un cuartico sin ventanas de tres por tres metros. Echábamos a andar un periódico: yo sin tener ni idea y él ya de vuelta de Barcelona y Zaragoza, un poco de vuelta, sí, aunque todavía obsesionado por dar noticias. Era mi subdirector. Fumaba sin parar. Tragué nicotina para siete vidas. Aprendí a cuadrar matrices en los titulares, a poner las comas primorosamente y a echar juramentos. Ganamos juntos el torneo de paleta goma del periódico. Soñaba con descargar bobinas en el otro periódico, al que finalmente dio a parar con sus huesos, su pulcritud lingüística y los humores liberados. Nos reconfortamos en un tiempo difícil e hicimos buenas migas para siempre.

Lo acompañaron en la presentación de ‘Ayer mismo’ Fernando Múgica y Julio Martínez Torres, sus dos directores en Diario de Noticias y Diario de Navarra, respectivamente; mis dos directores también pero a la inversa, porque yo pasé de un periódico al otro —literalmente— y él del otro al uno. Hablaron los tres, cada uno a su manera. Primero, Julio, con esa timidez cuenca tan suya, sin nostalgias —lo advirtió al comienzo— y sin apenas levantar la vista de los folios —muchos— que traía redactados: se había leído la novela de pé a pá. Después, Fernando, lo contrario: teatral, exuberante, arrepentido. Finalmente, Patxi, eterno barbudo desaliñado y malhumorado. No paró de andar: de la mesa al extremo y vuelta. Ni de gesticular y mover los brazos. Ni de quejarse con ese punto de dulce amargura al fondo, porque en el fondo el ogro Zudaire se derrite fácil. Dicen.

La presentación de la novela de Patxi Zudaire transcurrió para mí en una atmósfera tan irreal como sus columnas. Me sacaron de la ensoñación su hija Nerea, a quien conocí siendo un renacuajo y hoy es alumna de Periodismo, y un reconocimiento que se le escapó al autor, o quizá no, y que da sentido a una vida: escribir, escribir salva. ¡Viva Honduras, claro que sí!


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