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Obeliscos

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Hay un pueblo en Granada que se llama Jun y que ha levantado un obelisco de 16 metros dedicado a Twitter. Jun tiene su Twitter Bulevar, una avenida de dos kilómetros que une la localidad con Granada capital. En el cemento fresco de Twitter Bulevar ya están dejando ‘impresas’ sus manos celebridades de la red social como Dick Costolo, director de la empresa del pájaro azul hasta hace unos días. Con la ayuda económica de Twitter, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) analiza la ‘twitteradministración’ puesta en marcha por el alcalde Juan Antonio Rodríguez para ver si se puede aplicar en Nueva York y otras grandes urbes estadounidenses. Leo en El País que uno de cada tres habitantes de Jun tiene cuenta en la red social y que todos los empleados municipales están comprometidos en la atención y el servicio permanentes de los 3.800 juneros. “Lo llamamos la sociedad del minuto. Aquí no existen las colas”, explica orgulloso Rodríguez. En fin, Jun tiene página web desde 1995, en 1999 declaró el acceso a internet como derecho de los ciudadanos y ha extendido la fibra óptica antes que muchas ciudades españolas.

A mí ese obelisco, la verdad, me da mucho miedo. Siento que me está vigilando o que me ha lavado el cerebro y me dicta cada paso que tengo que dar. ¡Dice tanto de nosotros! El obelisco de Jun es un estremecedor retrato de la estupidez humana, y el alcalde tan contento.

“Dejé Twitter y Facebook y mi vida es más tranquila”, le contesta sin contestarle, en la misma contraportada de El País, Kristine Billmayer, decana en la Universidad de Columbia. Una descarga constante de información es lo contrario de lo que hacían Joyce o Beckett, dice, que se pasaban horas juntos sin hablar para sentir confianza. O los apaches, que hablan de la pérdida de fe en las palabras. Fomentan, por eso, el silencio, estar callados semanas: cuando se enamoran, o cuando regresa un hijo después de mucho tiempo, o cuando alguien se acaba de morir. “Están días sin hablar para observar cómo han cambiado”, ellos y las cosas.

En México DF también hay un obelisco. Está coronado no por un pájaro sino por un ángel. Es el monumento a la independencia mexicana, en pleno Paseo de la Reforma. En esa ciudad inacabable ha vivido su enfermedad desde 2002 Francisco Gómez Antón, quien anticipó hace algunas décadas tanto el desembarco tecnológico en el periodismo como las tonterías que probablemente traería consigo. A él sólo le importaba enseñar a aprender y que amuebláramos la cabeza, y lo decía una y otra vez.

Artífice del legendario Programa de Graduados Latinoamericanos (PGLA), conversador exquisito, insuperable contador de historias, Gómez Antón fue mi profesor de Instituciones Jurídico-Políticas Contemporáneas en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. Mis primeros apuntes en sus clases los tomé el 8 de octubre de 1986. En mayúsculas y apretando las líneas, una costumbre tomada de Alberto Erro. Las instituciones tienen mucho de obelisco: son lo que nos damos como sociedad para articular la convivencia. Pueden ser sólidas o frágiles, o las dos cosas al mismo tiempo, como los obeliscos. Exigen que se les cuide cada día, casi amorosamente, por muy firmes o poderosas que parezcan erigirse. Son, en cualquier caso, una referencia ineludible, no pueden pasar inadvertidas ni nadie saltárselas a la torera. Creo.

No volví a ver al mejor profesor de la carrera hasta un día de 1997, en Japón: al maestro Gómez Antón le preocupaba más su joven, inexperto y agripado ex alumno que toda la cohorte de editores de periódicos de aquel congreso. Removió Roma con Santiago hasta conseguir analgésicos. Se desvivió por mí. Me cuidó. Después, otro paréntesis hasta 2012: se enteró de que andaba en México y, a pesar de su postración, mandó llamarme para almorzar con él. Se acordaba de todo. Era el mismo Gómez Antón de siempre, rocoso y tierno. Vigilante de la estupidez. Ineludible. Un obelisco.
 

 
En memoria de Francisco Gómez Antón (Ordizia, 1930; Ciudad de México, 2015).


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