La última Nobel de Literatura se llama Svetlana Alexiévich. Es periodista y bielorrusa. No entraba en las quinielas, no era favorita.
Alfonso Armada, que también es reportero, escribía ayer un estupendo texto en Abc a propósito de la galardonada. Primero, citaba un poema de otra Nobel, la polaca Wislawa Szymborska, que se titula ‘Falta de atención’: “Ayer me porté mal en el cosmos./ Viví todo el día sin preguntar por nada,/ sin sorprenderme de nada”. Se refería después a Alexiévich, que hace exactamente lo contrario: “Prestar atención, ayudar al lector a ponerse en el lugar del otro y a contar los aspectos más sombríos de la escombrera espiritual y material del universo soviético”. Y concluía, claro, que no hay mejor consejo que éste, prestar atención y ponerse en el lugar del otro, para un periodista, para alguien que aspire a explicar el mundo, para un enamorado de la realidad.
Svetlana Alexiévich representa el último ‘boom’ narrativo: el de la ya denominada no ficción. Darío Jaramillo Agudelo, Jordi Carrión, Leila Guerriero, Martín Caparros, Óscar Martínez, Elena Poniatowska, Juan Villoro, Gay Talese, David Remnick, Emmanuel Carrère, Patrick de Saint-Exupéry, Javier Cercas… Y revistas como XXI en Francia o Etiqueta Negra en Perú. Y editoriales como Libros del KO en España. El largo aliento y la demasiada realidad, por volver a tomar prestadas las palabras de Grassa Toro.
Con tanto candidato insigne en lista de espera, me ha sorprendido la decisión de la Academia sueca. No tanto a Armada, que lo justificaba ayer. “¿No sería tal vez ésa la manera de recuperar el fervor de los lectores que han huido en masa de los periódicos? ¿Ofrecerles historias memorables, grandes crónicas que expliquen mejor el mundo, lo que se esconde detrás de un niño ahogado en una playa turca?” Alfonso Armada incluía en su texto una interesante reflexión de Julio Villanueva Chang, editor de la revista peruana Etiqueta Negra. “En tiempos de Twitter, YouTube y Facebook, en la era de Wikileaks, cuando el acceso a tanta información aturde y corre el riesgo de convertirse en una moderna forma de ignorancia, vale recordar lo que en la primera mitad del siglo pasado nos anticipaba Walter Benjamin: “Cada mañana se nos informa sobre las novedades de toda la Tierra. Y, sin embargo, somos notablemente pobres en historias memorables. Saturados de información, los hombres han ido perdiendo la capacidad de comprender”.
Este fin de semana subimos por última vez al piso ya vendido de mi abuela. Había adjudicado algunos trastos y nos exhortaba encarecidamente desde hace días para que pasáramos a recogerlos. Debe de ser duro cerrar una casa y esperar la muerte. Creo que ha insistido tanto porque sabe que así esos trastos están a salvo y le sobrevivirán.
Yo me detuve, por este orden, en el legendario baño rosa y en una vieja colección de libritos amarillos de la Editorial Labor —impresos en 1945 con su correspondiente ‘nihil obstat’— que ocupaba el mueblecito bajo el gran espejo del cuarto de estar. Era de mi abuelo, a quien no conocí. De niño los hojeaba con curiosidad, sentado en el suelo y portándome muy bien. También me fijé en una caja de zapatos grande. En ella mi abuela guardaba su colección de postales: un sobre por ciudad o país, todo pulcramente ordenado. (Las colecciones de cerillas y jaboncillos las regaló antes). Encontré algunas enviadas por mí hace cuarenta, treinta, veinte años. La última escrita ya en mayúsculas. Encontré también otras muchas enviadas por hijos y nietos durante casi medio siglo. Por número y exotismo, destaca Fernando, Fernando Múgica, hijo y reportero de mil guerras, que las mandaba desde el ancho mundo. Fernando era los ojos de la familia, quien nos ayudaba a mirar y comprender. Ahora está enfermo, pero sus ojos siguen viendo. Me llevé todas las postales que estaban escritas y remitidas, las de Fernando y las de todos, y me pasé la tarde noche del domingo leyéndolas, una tras otra. ¡Hay en ellas tanta vida! Y, sobre todo, ¡tanta ignorancia en lo por venir! ¡Tanta realidad inagotable!
Ganarse la confianza del otro, volver al lugar de los hechos, reescribir, comprobar, pensar, escuchar, depurar el texto hasta que resuene y sea exacto y memorable. Comprender: eso es para Armada lo que hace único e imprescindible al periodismo, lo que durante toda su vida ha tratado de hacer Fernando y lo que el Nobel ha querido premiar a través de la periodista Svetlana Alexiévich.