De entre las 350 candidaturas de 20 países, un nuevo récord de participación, los Premios Ondas —que concede la Cadena Ser desde 1954— han reconocido este año a tres grandes entrevistadores, cada uno a su manera: Carlos Alsina (Onda Cero), Ana Blanco (TVE) y Javier del Pino (Ser). Juan Cruz desgrana sus tres maneras de preguntar en una estupenda columna, que me ha parecido muy oportuna.
De Alsina dice Cruz que no avasalla ni con su conocimiento ni con sus certezas, y que pregunta con suavidad “para saber y no para incentivar el morbo del que espera esgrima con sangre”. De Blanco, que “ennoblece la pantalla” y que tranquiliza a la gente porque es de fiar: pregunta con buena educación y con profesionalidad, que no es lo mismo que complacencia. De Del Pino, que interroga “con una pericia antigua: como si estuviera delante de un misterio y no quisiera desvelarlo del todo”.
A mí las entrevistas me horrizaban. Cada vez que me asignaban una en el diario, se me hacía un enorme bolo en el estómago y no conseguía dormir. Me faltaba el aire. Aquello era lo más parecido a un duelo: el entrevistado y yo, nada con lo que poder ocultarse o guarecerse o mitigar al menos tanta inseguridad. Desasosegante y dificilísimo género éste de la entrevista en el que además uno no templado no sabe bien dónde acaban el rigor y el respeto, y dónde empiezan el cuestionario facilito, el altavoz asustado y pelota, la alfombra roja. O dónde están los límites para adornarse y parecer lo que uno no es o no ha sido capaz de hacer a su debido tiempo.
Muerto de miedo, sí, acudía a aquellas citas. Y, sin embargo, ¡cómo me atrapaban! ¡Cómo me sigue atrapando una buena entrevista! Recuerdo que durante la campaña electoral de 1991 me tocó entrevistar a Juan Cruz Alli, candidato a la presidencia del Gobierno de Navarra por Unión del Pueblo Navarro. Alli era el peor interlocutor posible para un reportero joven e inexperto, y yo por tanto carne de cañón para el político. Al día siguiente de publicarse, llamaron de la oficina de prensa del partido para felicitarme por la entrevista. El subdirector del diario me comunicó en persona la felicitación. Ya me daba la vuelta y salía ufano, feliz, de aquel despacho cuando escuché a mi espalda una frase que no puedo olvidar: “Si un entrevistado te felicita por tu entrevista, sobre todo si es político, es que la entrevista no es buena. Por no decir mala”.
Leo que la entrevista fue un género despreciable en sus inicios. La primera de la que hay registro fue publicada en el New York Tribune el 20 de agosto de 1859. Su autor, Horace Greeley (en la foto superior de esta entrada), retrató a Brigham Young, líder de los mormones. Christopher Silvester, ex periodista y profesor de Historia en Cambridge, lo cuenta en el prólogo de su libro ‘Las grandes entrevistas de la historia’, donde recopila 61 piezas publicadas entre 1859 y 1992, las que considera más interesantes del género: Karl Marx, Theodore Roosevelt, Henry Stanley, Robert Louis Stevenson, Mark Twain, Thomas Edison, Bismarck, Rudyard Kipling, Émile Zola, Oscar Wilde, Henrik Ibsen y León Tolstoi, entre otros del siglo XIX; y Greta Garbo, Sigmund Freud, George Bernard Shaw, Adolf Hitler, Benito Mussolini, Stalin, Francis Scott Fitzgerald, Pablo Picasso, Gandhi, Beckett, John F. Kennedy, Marilyn Monroe, Mao Zedong, John Lennon o Margaret Thatcher, entre los del siglo XX.
Hugh Sherwood, autor de ‘La entrevista’, uno de los manuales universitarios de referencia, asegura que para alcanzar el éxito como entrevistador “es necesario escuchar con un tercer oído”. Sol Alameda, que ha sido una de las más destacadas entrevistadoras que ha habido en el periodismo español, tenía claro lo que buscaba: “Después de leer mucho sobre una persona, quiero saber aún más, pero sin mala intención. Yo no quiero sacarle las muelas a nadie. Todo lo contrario, quiero entenderle lo mejor posible”. De la manera de entrevistar de Alameda, fallecida en 2009, su compañero en El País Juan Cruz escribió en uno de sus obituarios imprescindibles: “Dejaba que el tiempo le acompañara, que su mirada y la de la persona que tenía delante confluyeran en un grado de intimidad suficiente como para hacer preguntas cuya delicadeza hubiera necesitado circunloquios. Como ella esperaba, y esperaba con dignidad y con compasión, ese momento terminaba por llegar, y ya la conversación fluía como si se produjera en medio del silencio de un monasterio”.
Endurecerse, pero sin perder la ternura. También entrevistaba así, dejándose la vida, Inés Artajo, la gran entrevistadora navarra de las últimas décadas. Algunos de sus textos publicados en Diario de Navarra —el periódico que dirige ahora— están recogidos en el volumen ‘Entrevistas con Navarra al fondo’, que vuelvo a hojear de cuando en cuando en busca de algunas claves. De ella recuerdo lo que me enseñó, que fue mucho, y también lo que me hizo sufrir, muchas veces. Y que, cuando entregaba su original, los diagramadores se llevaban siempre las manos a la cabeza: volcaban el texto en páginas centrales y allí no quedaba espacio ni para el titular. ¡Pero ella prefería que le cortaran la mano antes que cortar ni una línea del texto!
En todo esto pensaba a raíz de los Premios Ondas y de la columna de Juan Cruz. También pensaba que hoy, en los diarios, faltan buenos entrevistadores. Y que no soporto a los entrevistadores impostados, los de las preguntas-estrella, tan preparadas y artificiales, esos que quieren brillar más que aquellos a quienes entrevistan, a los que enredan y confunden, normalmente en última página o en posición ‘premium’. Y pensaba, por último, tras leer al catedrático Manuel Fraijó en El País (‘Avatares de la creencia en Dios’), que no todas las preguntas tienen respuesta, menos aún las más importantes, las que importan de verdad.
“Mucha gente cree que el nuevo periodismo es dar tus propias opiniones, mezclarlas con la historia que estás contando, convertir esa historia en algo personal, escribir impresiones. Para mí, jamás fue eso. De hecho, nunca utilicé la primera persona del singular, a menos que tuviera un papel en la historia. ¿Por qué voy a tener que utilizar el yo si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista?”, le dijo una vez Tom Wolfe a José Manuel Calvo, hoy subdirector de El País. A lo que Juan Cruz contesta ahora en su columna: “Un periodista no es un actor, ha de aparecer como es y no como no es. No es común en el oficio encontrar gente que acepte que sabe poco, pues el periodismo está hecho de sabihondos que arrojan las preguntas o los comentarios como si los hubieran cosechado en una mina de oro sólido. La forma más periodística de la conversación, la entrevista, debe procurar naturalidad, sosiego, respeto por lo que el otro dice, no por lo que uno mismo dice”.
¿Para qué sirve una entrevista?, se preguntaría Grassa Toro, ahora que La Cala acaba de cumplir diez años sin que un solo periodista se haya acercado a hacérsela a él. Para sacar de los personajes las personas que llevan dentro, respondería. Una buena pregunta, como las que hace Ángela. Y una buena respuesta. Esta noche no tengo más.