Abro el periódico y me encuentro una tele. ¡Qué raro!, pienso. Me froto los ojos. Vuelvo a empezar por si me he equivocado y en lugar de ir a mi rincón me he sentado en el sofá. Últimamente, ya me lo dicen, olvido cosas. Ando confundido.
Pero no: mi periódico dice a página completa que el día de las elecciones ofrecerá “cobertura televisiva”. Lo explica con todo lujo de detalles. Cinco horas de televisión, nada menos. Desde la redacción del diario, con ocho cámaras instaladas en un plató rutilante, todo un director adjunto al frente, dos mesas de comentaristas, productores, realizadores, un set satélite en el Círculo de Bellas Artes, conexiones a diez puntos informativos… Sin olvidar, claro está, “un intenso seguimiento en las redes sociales”.
Es realmente extraño. Me suscribo a mi periódico, pongo en él mi dinero porque confío en que me va a ofrecer la mejor información para yo entender el mundo, lo guardo en mi rincón cuando estoy de viaje, lo quiero, procuro no doblarlo y menos deshojarlo, hablo bien de él, me parto la cara por él. Y mi periódico me recompensa con una “cobertura televisiva” e “intenso seguimiento en redes”. Nada dice en cambio de lo que me va a ofrecer en su edición del lunes, ni de lo que me ofrecerá después el martes o el miércoles poselectorales. Ni del equipo que va a destinar a la cobertura, ni del número de páginas que dedicará a la misma…
Mi periódico ya no es un periódico. Creía andar espeso y olvidadizo, pero es él quien se ha trastornado.
Ahora entiendo lo que anunciaron y repiten sus directivos: que la edición impresa es apenas un complemento, algo verdaderamente secundario, casi anecdótico. ¿Para qué sirve estar suscrito a un periódico entonces? Creo que me voy a dar de baja. Total, para ver la tele y estar en redes no me hace falta pagar 500 euros.