Todos los 1 de enero descuelgo de la pared de la cocina el calendario del año que acabó y coloco el del año entrante. Antes, metódicamente, he copiado los cumpleaños de familiares y amigos y algún aniversario importante que no debo olvidar. El traspaso me lleva un buen rato que invierto con gusto. Siempre suelen registrarse novedades, altas y bajas, pero sobre todo altas porque me cuesta dar de baja a la gente. Éste del calendario es un rito que me acerca a los míos: a los que son y a algunos que fueron y ya no son, o no son tanto. Por ejemplo, sigo anotando los cumpleaños de mi abuela Sole y de mi suegro, ambos fallecidos, el de algún ex de mi hija, el de un amigo al que no he visto hace siglos, el de otro amigo con el que desgraciadamente no me llevo ya.
El calendario está en un rincón de la cocina lejos de los diarios, aunque es un diario en sí mismo. Gracias al calendario, sé de mi gente más querida, la saludo y nos hablamos, me pongo al día puntualmente, y así damos carrete a nuestro afecto, seguimos compartiendo un año más. Ahora que se acercan los Malofiej, pienso que si coloreara todos los días marcados con cumpleaños y aniversarios y los desplegara juntos tendría una estupenda visualización de mis relaciones. La gran infografía onomástica de los míos. He hecho recuento: en 2016, año bisiesto, están señalados 159 de sus 366 días. Es decir, el 43,44%. Casi uno de cada dos. No está mal, pienso; no estoy tan solo en el mundo.
En casa sonríen cuando me ven aplicado en esta tarea de escribano antiguo. No entienden que no tenga los cumpleaños en el móvil. Ni que siga comprando mi agenda Moleskine y anotando en ella, a mano, viajes y reuniones, contraseñas de acceso a zonas restringidas de algunas publicaciones, las del wifi de muchos diarios… “Sólo puedes entender tu propia época desde un cierto anacronismo”, le decía esta semana Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, a Ferran Bono en El País. Algo de eso procuro, me digo asustado ante el futuro posthumano y las profecías del transhumanismo, que no entiende de agendas ni calendarios porque los llevaremos incorporados. “Habrá un salto evolutivo. Los niños del futuro serán más inteligentes, pero también habrá más disléxicos, tendrán problemas de atención y no podrán escribir a mano”, asegura la filósofa Rosi Braidotti, que se confiesa esperanzada a pesar de todo.
Yo, en cambio, me confieso desesperanzado. No hay que esperar al futuro, cualquiera que éste sea: los niños de hoy ya no escriben. No escriben a mano, quiero decir. No escriben nunca de su puño y letra. Cortan y pegan, sí, o teclean a dos manos en sus teléfonos, que echan humo. Pero no sienten el calor de la escritura, ese que baja como un latigazo del corazón a la yema de los dedos y por extensión al bolígrafo. Los niños de hoy viven con la cabeza gacha. Se están perdiendo la vida.
Copiar a mano el calendario hace más íntimo mi compromiso con la gente que quiero, ratifica mi fidelidad. Es un interés, o un importar, o un querer corporal, cordial, que no es lo mismo que el chivato metálico del móvil. Y así cada mañana levanto la mirada y encuentro el calendario. Él está siempre ahí, contándome al oído. Nunca falla. Mientras el móvil hace que los niños mantengan la mirada baja, el calendario hace que yo la levante. Con la cabeza erguida, uno entiende mejor el mundo.
Es como deberían manejarse los diarios, ¿no? Como los calendarios: cordialmente. Escritura cálida, mirada larga. Como los periodistas del Boston Globe, que el pasado fin de semana suplieron personalmente las graves carencias del distribuidor y aseguraron que el diario llegara a las casas: lo llevaron ellos. Los mejores proyectos que hemos hecho en el estudio nacieron de un cuaderno con sus bocetos y anotaciones a mano. Mis mejores entrevistas o reportajes, si es que los hubo buenos, nunca se grabaron. Ante tanto vaticinio tenebroso sobre el ser humano y nuestros queridos diarios, propongo una vez más para el año nuevo la humana, cordial, discreta e invencible rebeldía del papel.