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A tiros

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¿Y por qué a tiros?, me han preguntado muchas veces estas últimas semanas.

Julia Cagé, de 31 años, ha escrito ‘Salvar los medios de comunicación’ (Anagrama). Doctora en Harvard y casada con Thomas Pikkety, el economista de moda, que le ha escrito el prólogo, Cagé anda estos días de gira promocional con su fórmula salvadora: convertir las empresas editoras en sociedades sin ánimo de lucro. Sólo así —dice— se podrá garantizar la independencia de los periodistas, que es la única vía —vuelve a decir— para generar demanda.

¿Por qué a tiros? ¿Y por qué no?

Paul Steiger, fundador de ProPublica, ha defendido poco más o menos lo mismo que Julia Cagé en el foro ‘Conversaciones’, organizado por la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra en Madrid. Antiguo director de la redacción de The Wall Street Journal, con cuyo equipo obtuvo 16 premios Pulitzer, Steiger preside hoy una organización que se apoya en la donación millonaria de dos filántropos estadounidenses, el matrimonio Herbert y Marion Sandler. ProPublica no necesita generar beneficios; tan sólo cubrir costes. “El periodismo de investigación se puede llevar a cabo más fácilmente en un medio sin ánimo de lucro”, asegura.

¿Por qué una defensa educadita, académica, razonada? ¡Pero si el periodismo no es otra cosa que avanzar en el fango, abrirse paso entre la maleza, sortear el río más bravo…! ¡Y siempre a tiro limpio!

Salgo del cine con el corazón encogido y el frío metido en el cuerpo. Y con el eco de una última ráfaga de metralleta, extrañamente sorda y pulcra. ‘El hijo de Saúl’ es, a su manera, un sobrecogedor documental periodístico rodado cámara al hombro. Sin planos abiertos, sin profundidad de campo, sin sangre ni truculencias. Todo está borroso al fondo, incluso los gritos, que no cesan, lo cual lo hace aún más claustrofóbico e insoportable. He vivido 107 minutos pegado literalmente a un integrante de los Sonderkommandos durante los últimos días de Auschwitz: siendo testigo de cómo operaba la máquina de exterminio. Pura industria. Me llama la atención que no huelo a nada a pesar de que los cadáveres se amontonan y son después incinerados. También, que no derramo una lágrima. No hay sentimiento ninguno. Sólo frío y perplejidad. Pese a su cercanía física, el protagonista me resulta un completo desconocido al término del metraje. Primo Levi ya contó de esta cutre pulcritud.

He procurado que Julia Cagé y Paul Steiger me sorprendan, pero no me dicen gran cosa, la verdad. Me resultan previsibles, no me hacen pensar. En cambio, no consigo desembarazarme de la terrorífica asepsia de László Nemes, el húngaro director novato de ‘El hijo de Saúl’. Sigo atrapado por la fina ironía de Mark Strand en ‘Nada’; por el deslumbrante y arrebatado Javier Velaza en ‘Los arrancados’ —”y si nada nos libra de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”—; por la delicadeza ancha e inteligentísima de Francisco Javier Irazoki en ‘Orquesta de desaparecidos’ —”no hay iglesia que resista de pie frente al vientecillo de la risa”—. Lo dice bien Juan Cruz en una entrevista reciente a Joan Margarit: “La poesía es exactitud, los periodistas deberíamos leer poesía para escribir prosa”.

Y en ésas ando: preocupado. Encontrando graves imprecisiones a diario en el rincón de la cocina que me descorazonan. Con el cargador vacío. Sin más munición que unos libros exactos de poesía. Al menos, tengo cafetera nueva.


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