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Conversaciones, contenido y necios

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Muerto Umberto Eco (1932-2016), pienso de inmediato en Sean Connery, y que leí intrigado ‘El nombre de la rosa’, y que han pasado treinta años, y que el escritor y semiólogo lucía un físico y una barba negra rotundos, y que yo estudiaba periodismo, y que tenía una novia pelirroja, y que no sabía qué iba a ser de mí, como mi hija hoy. Era un presente igual de rotundo, abierto de par en par, y eso que ahora estoy leyendo otro libro que me dice que el secreto está en el presente y en el cuerpo de uno, no en la mente…

Muchos se han referido estos días a una frase que Eco soltó en su discurso de aceptación como doctor honoris causa por la Universitá degli Studi de Turín el año pasado. La frase es ésta: “Las redes han generado una invasión de imbéciles; dan derecho a hablar a legiones de idiotas que antes lo hacían sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad, y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios”. (Título, por cierto, que a su vez me trae a la memoria la disparatada, demoledora y póstuma novela de John Kennedy Toole que, mira por dónde, se publicó el mismo año que ‘El nombre de la rosa’: 1980, y marcó la juventud de algunos buenos amigos).

No se me ocurrirá a mí insultar a los millones de usuarios de las redes como hace Eco, ni quitar a nadie el derecho de decir lo que quiera por cualquier vía, válgame Dios. Pero coincido con él de cabo a rabo en la médula de su exabrupto: una cosa es hablar, en el bar o en las redes, y otra cosa es crear contenido. Contenido en el sentido de socialmente valioso, significativo, que construye o ayuda a construir.

Es decir, a la galaxia social se pueden lanzar a través de las redes millones de conversaciones, que son las que hablamos todos a diario. Bobadas, chismes o asuntos de mayor o menor relevancia, pero de índole siempre personal. La trascendencia social de esas conversaciones es ínfima, su relevancia nula: no merecen la categoría de contenido. No son algo que deba merecer la atención de un periodista. No por masivo algo se convierte en periodístico. Otra cosa es que los diarios hayan decidido vender su alma a lo masivo de pura desesperación.


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