Regreso de un viaje apasionante por la España vacía y descubro con Sergio del Molino que periodísticamente soy un poco carlistón. Del Molino, antiguo compañero en Heraldo de Aragón, cita en la página 208 de su último libro al historiador Francisco Javier Caspistegui, antiguo compañero de mili, quien se refiere al carlismo como una “melancolía colectiva” con “moral de derrota” cuyo objetivo fue destruir la ciudad y recuperar así lo mejor de los “buenos viejos tiempos”. El escritor asegura que el movimiento atrajo no sólo a ultras sino también a sensibilidades románticas inclasificables como Valle Inclán. Menos mal: si Valle fue a su manera carlistón, me quedo un poco más tranquilo.
Sergio del Molino urge a caer en la cuenta, y a hacer algo con esa conciencia. Su mirada sobre España es compasiva. Compasión es una palabra admirable. No es mojigata ni resignada. Exige conciencia (y consciencia). Vivir con compasión: ésa fue también la recomendación nada moralista que hizo David Foster Wallace a los graduados de la Universidad de Kenyon, Estados Unidos, en 2005. “Atención, y conciencia, y disciplina, y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. Ésa es la auténtica libertad (…). Nada tiene que ver con la moralidad ni con la religión ni con las grandes y elaboradas preguntas sobre la vida después de la muerte. La verdad con uve mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte. Tiene que ver con llegar a los treinta, o incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza. Tiene que ver con el verdadero valor de una verdadera educación, que pasa en gran medida por la simple conciencia”, sostiene Foster Wallace en esa intervención, titulada ‘Esto es agua’.
Sumido en una profunda depresión, el autor de ‘La broma infinita’, considerada una de las grandes novelas del siglo XX, no se disparó en la cabeza: se ahorcó el 12 de septiembre de 2008, a los 46 años. ‘Esto es agua’ fue el único discurso que pronunció en su vida. Comienza así: “Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: ‘Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?’ Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: ‘¿Qué demonios es el agua?”
Me resulta curiosa esta coincidencia. La de Del Molino y Foster Wallace, que han caído en mis manos estos días previos al verano. Sus viajes, su invitación a tomar conciencia.
Fago, las Hurdes, La Mancha, el Moncayo… son el agua de Sergio del Molino. Por ‘La España vacía’ transitan Marañón y Almodóvar, Cervantes y David Lynch, el general Custer y Julio Llamazares, Bécquer y Joaquín Reyes, Antonio Machado y otro Joaquín, Joaquín Luqui, el inolvidable locutor de Caparroso, Navarra. Cómo trae a colación el autor a Luqui, el pueblerino sin complejos ni artificio, me parece magistral. Lo es también el encuentro pisciforme que describe Foster Wallace.
En la coda del libro (página 254), a propósito de una mudanza frustrada, Del Molino dice: “Nunca había pensado que el espacio fuera una necesidad (…). Yo leía ‘On the road’ y creía que el espacio estaba en las planicies, en las cunetas de las carreteras, en los vestíbulos de las estaciones de Greyhound. Leía ‘Lolita’ y soñaba con cazadores encantados y bragas puestas a secar en la ducha. Leía a Bruce Chatwin y me enamoraba la idea de que los humanos somos nómadas, que el sedentarismo es una perversión grosera de nuestro carácter natural. Hay una teoría antropológica que explica por qué el movimiento calma a los bebés. La quietud les angustia. El balanceo indica que la tribu se mueve. Si se para, queda a merced de los depredadores”.
Para un carlistón como yo, que busca la seguridad perdida en los “buenos viejos tiempos”, el nomadismo es una invitación al coraje y a la conciencia. A salir de la zona de confort. A nadar sabiendo que esto es agua. Un reto. 15 de julio. Se acabaron las fiestas. Después de las despedidas, me dispongo a cruzar apachemente la España vacía en busca de mar, luz y compasión al sur. Con ese equipaje ligero afrontaré después lo que venga.