‘El Roscón’ es una modesta publicación anual que escribimos, ponemos en página e imprimimos para su distribución casera cada 5 de enero desde hace doce años. Es el anuario de la familia. Nuestro periódico. Se entrega a todos —padres, hermanos, hijos y sobrinos— la noche de Reyes. Incluye las noticias y fotos más importantes, algunos chascarrillos, anécdotas inolvidables, bromas blancas y un punto de dulce acidez marca de la casa. Lo inventó Cristina: con ‘El Roscón’ recaudaba unos fondos que luego le venían de perlas. Ahora que tiene la cabeza en otras cosas y nadie se ofrece voluntario, he asumido yo el papel de chafardero familiar. Sin ver un chele.
Hacer ‘El Roscón’ no es ninguna tontería. Implica una cierta mecánica de carpetas y clasificación durante el año y, ya en Navidad, organizar un planillo, determinar jerarquías (ya sabéis: aperturas, secundarias, breves), ponerse a escribir, buscar fotos que no aparecen, elegir y editar, maquetar… Y pasarlas canutas para cumplir con el cierre. ¡Con decir que la noche del 4 al 5 dormí tres horas y media!
‘El Roscón’ de este año se distribuyó finalmente puntual y además gordito. 24 páginas, todo un récord en tiempos de penuria impresa; 25 ejemplares, uno por cabeza en la mesa y algún sobrante para allegados. Pero con un montón de erratas y hasta con algún dato equivocado. Lo cual me ha hecho pensar otra vez en el papel impagable de editores y correctores. Sin ellos, los diarios son siempre imprecisos, frágiles, descuidados. Hay que recuperarlos cuanto antes.
Qué cosas, ‘El Roscón’ me ha hecho pensar también en los diarios del futuro. En afirmaciones que he hecho más de una vez. En los periódicos que leo más a gusto. En por qué prefiero unos a otros. Cristina me dijo antes de Navidad que ella, después de diez años, había cumplido una etapa como editora familiar, y que o experimentaba con ‘El Roscón’ o lo dejaba. Un trimestre en Central St. Martin’s, en Londres, da como para que tu cabeza sea de repente un torbellino. Te animan a mirar de otra manera, y eso está muy bien. Pero a fin de cuentas, y eso lo compartí con ella, un diario familiar debe ser y parecerse a eso: a un diario familiar. Modestito, lo más completo posible, justo en el reparto de papel, capaz de hacerte sonreír. Una cosa normal, con sus titulares y fotos y sus columnas de texto. Sin más parafernalia ni pretensiones. Algo que todos los comensales, desde abuelo al más chaval, entiendan y se puedan llevar y guardar en su casa como oro en paño, que es lo que hace mi madre.
No sé si Cristina, en plena ebullición creativa, es capaz de entender esto ahora. Aunque me contradigo. Recuerdo cómo en una ocasión le eché en cara al mismísimo Mark Porter ser culpable de que todos los diarios quieran ser como The Guardian. Esto es: serenos, racionales, ordenados. Fríos y sin alma. Muy distintos de cómo es la calle, las ciudades y sus personas, incluso en Dinamarca. Él se rió. Yo reivindicaba otros modelos de diarios, humanos y por tanto imperfectos. Más caminos posibles. Me consta que a Porter le interesó el comentario. Al acabar la charla, conversamos un buen rato sobre la cuestión. Más recientemente, el jurado que elegía el diario mejor diseñado del año de España, Portugal y América Latina, el pasado noviembre en Medellín, discutió durante media mañana si el premio lo merecía La Nación de Buenos Aires o El Mundo de Madrid. El orden y la pulcritud en todo momento o la sorpresa, el cambio de ritmo cuando menos te lo esperas. El debate fue interesantísimo. Se expusieron argumentos en favor de uno u otro, y todos con mucho sentido. Mientras les escuchaba, pensaba —y pienso ahora a cuenta de ‘El Roscón’— que la creatividad de El Mundo es imbatible, pero que a mí me cuesta leer las páginas de EM2 y en el fondo muchos de sus suplementos. Me incomodan, por ejemplo, las calles tan amplias entre columnas, me descolocan algunas presentaciones exageradas, más para mirar que para leer. Siempre que las veo me vienen a la cabeza Mallarmé y el simbolismo. ¿Le acabaré dando la razón a Porter o es cosa de mis 50?
Se acaba de morir John Berger. Tenía 90 años. Siempre estuvo con los desheredados. En noviembre, con un hilo de vida, hablaba con Juan Cruz para El País y le decía que “el contador de historias es ante todo uno que escucha”. También decía esto otro que a Cristina le ha llegado al alma: “Damos por sentada la mierda del mundo e intercambiamos historias sobre cómo, a pesar de todo, sobrevivimos”. He corrido a comprarme libros de Berger. También he leído una soberbia entrevista de Antonio Lucas a la filósofa Marina Garcés en El Mundo. Garcés no tiene pelos en la lengua y ya sólo por eso vale la pena leerla. Dice sobre el momento actual: “Una vez más sucede algo muy decepcionante y propio de España: el miedo a cambiar las cosas sin tener previamente cerrado su final. ¿Qué sucede si hablamos de que podemos ser otra cosa de otra manera? ¿Y qué si España no es exactamente lo que algunos creían que era? ¿Por qué el pavor ancestral al cambio?”
En este arranque de año, ando convenciéndome de que es tiempo de cambiar el paso. De dejar en la cuneta tantos miedos, excusas, prejuicios. De acercarme a los desheredados, a los que no piensan como yo. De no repetirme. De seguir haciendo el periódico familiar y otros periódicos del mundo, pero con la mirada ancha. A lo mejor, Cristina tiene razón.