Puedes trabajar años en un edificio y no verlo. También puedes convivir años con una persona y no verla. El 24 de diciembre, en vísperas de la Nochebuena, The Economist publicaba una maravillosa nota sobre su edificio-sede de los últimos 52 años, en el 25 de St. James’s Street, en el corazón de Londres. Ha sido la última navidad de The Economist en ese lugar y en ese edificio. Uno siempre acaba ‘viendo’, es decir, valorando, es decir, poniendo en valor, es decir, haciendo justicia.
La torre que The Economist va a dejar en pocos meses no es ni mucho menos la primera sede de la revista británica, que antes pasó por Bouverie Street y Ryder Street. Pero sí la más legendaria, la que ha visto crecer y consolidarse a una marca que es sinónimo de prestigio periodístico (y de control de la vanidad). Alison y Peter Smithson apenas habían firmado antes nada significativo, pero la propiedad quedó fascinada con su propuesta ‘brutalista’, que hoy forma parte del patrimonio arquitectónico londinense del siglo XX. En pocas palabras: el brutalismo en arquitectura es sinónimo de franqueza y claridad; en un edificio brutalista el acero se parece al acero, el hormigón se parece al hormigón. Estaba leyendo la nota y pensaba que en periodismo debería ser igual: los diarios no querer ser dispositivos raros sino parecerse a diarios, las salas de redacción no soñar con volar como los platillos sino desplegarse sencillamente, mesas y sillas. A lo mejor The Economist ha llegado a ser The Economist porque su sede era brutalmente eso: un edificio sin dobleces, un edificio que creía en el periodismo.
La historia de The Economist en la torre de los Smithson está salpicada de anécdotas, pero sobre todo llama la atención el apego profundo de sus habitantes, que la han defendido con uñas y dientes contra modas y raros intentos de aggiornamiento. Es bonito enterarse de que en las cuatro plantas destinadas a las redacción, en la parte superior del edificio, las soberbias vistas no se reservan para las oficinas de los directivos sino que son compartidas democráticamente porque así lo quisieron los arquitectos. Y que en lugar de los clónicos espacios diáfanos que hoy se han puesto de moda —al parecer, fomentan el trabajo equipo, ¡ja!— en el 25 de St. James’s Street las oficinas se concibieron como cubículos de a dos para favorecer la conversación. De esta manera, además, se explicó en su momento, si sonaba el teléfono y el destinatario de la llamada estaba ausente, siempre había otra persona que podía responder y dejar recado. Muchas, muchas portadas de The Economist han surgido de la fecunda cohabitación de editores. También se cuenta que, por la propia configuración del edificio, siempre ha sido difícil mantener largas, masivas reuniones, lo cual ha evitado perder toneladas de tiempo. Y que, ahora que llega la mudanza y se ha preguntado a los trabajadores qué querrían en su nueva sede, la respuesta no ha sido una sala de redacción abierta ni llena de pantallas sino que la cosa se parezca lo más posible a lo que había hasta la fecha. ¡Ah, y que se disponga una sala de yoga y que haya lugar para aparcar las bicicletas!
The New York Times acaba de hacer público este mes de enero Journalism That Stands Apart, un documento firmado por su 2020 Group. El 2020 Group lo forman siete profesionales del diario que han recogido inquietudes y anhelos de sus periodistas, y desde ahí avizorado el futuro. “This is a vital moment in the life of The New York Times”, comienza el documento. Como era de esperar, el texto no ha tardado en dar la vuelta al mundo. A mí, sin embargo, me decepciona. Por autorreferencial y tópico. No es elegante, y sí muy vanidoso, repetir cien veces que The New York Times es el mejor periódico del mundo, el mejor posicionado, el que saca la cabeza al resto, aunque sea verdad. Tampoco revela gran cosa —al contrario, suena a leído, a cliché de consultor— poner el énfasis en lo visual y en lo técnico, fiarlo todo o casi todo a la presentación de las noticias, a formatos narrativos novedosos —no sé bien qué quiere decir esto— y a una nueva y más original organización. Y es descorazonador y esquizofrénico comprobar cómo, al final, se acaba culpando de todo a la edición impresa. “Necesitamos reducir el rol dominante que el diario impreso todavía tiene en nuestra organización, y a la vez hacer un diario impreso mejor”, concluye con una pirueta el informe (http://www.nytimes.com/projects/2020-report/).
En Navidad recibí una llamada inesperada. Era un antiguo compañero del colegio a quien no veía hacía por lo menos diez años. Había revuelto Roma con Santiago para dar conmigo. Me había visto en el periódico, le hizo muchísima ilusión el premio que me concedían y tan sólo quería verme y ponernos al día. Quedé con él esta semana. Encontré una persona sencilla, franca, entrañable. Me hizo bien hablar con él de a dos. Esta semana también he recibido un email de Alberto. Me contaba que ha estado en Madrid con su clase, de visita a varios medios. Que las ostentosas macrosalas de redacción le han dejado frío. Y que, sin embargo, no deja de dar vueltas a lo que le dijo en una de ellas un reportero que ha viajado por medio mundo: “El futuro del periodismo está en su pasado”. Brutal.